“Oh
simple thing, where have you gone?
I'm getting old and I need something to rely on
So tell me when you're gonna let me in
I'm getting tired and I need somewhere to begin”
Keane, Somewere only we know
Cuando
tenía 16 solía imaginarme a mí mismo a mis
30, edad a la que siempre he considerado muy peligrosa, luciendo
un saco verde de rombos vino tinto y un blazer café claro
en pana con parches marrones de cuero en los codos; todo ello
para esconder el volumen de mi circunferencia ventral y la ya
un tanto notoria alopecia, males típicos del avejentamiento
típico de quienes cuentan tres decenios a cuestas.
Entonces suponía a la treintañez
como una estadio, sino triste, cuanto menos bochornoso. Decir
“tengo treintaitantos” equivaldría a andar
por las calles con las bragas al descubierto o con calcetines
de diferentes tonalidades sin poder esconderlo.
Ayer y solo desde ayer supe que mis días
de veinteañero están contados y que triste, fría,
matemática e inexorablemente pasarán menos de catorce
meses antes de convertirme en lo que podríamos llamar un
“adulto no tan joven”. Quise llorar, pero no conseguí
hacerlo, tal vez porque algo a lo que no podría definir
me ha enseñado a encontrar un extraño y morboso
disfrute en el dolor de lo irreversible.
Y es que hay tantas cosas tan irreversibles.
“Hay golpes en la vida tan fuertes... ¡Yo no sé!
Golpes como el odio de Dios; como si ante ellos, la resaca de
todo lo sufrido se empozara en el alma… Yo no sé!”
(1)
Confieso que la sola visualización
del dígito 3 al comenzar mi edad es algo que me horroriza.
Me cuesta creerme adulto y lo que es peor, hay cifras cuyo extraño
valor numerológico y cabalístico provoca en los
afligidos corazones humanos prurito, llanto y escozor.
Dicho de otra forma: ¿A quién
le gusta ver un número 2 encabezando el resultado de la
prueba de estado del Instituto Colombiano para el Fomento de la
Educación Superior Icfes? Si las calificaciones escolares
se efectúan con base 5 a nadie se le antojará complaciente
el observar tampoco esta cifra en exámenes o reportes académicos,
como, de forma similar en cualquier rostro se dibujará
indefectible una mueca lastimera al ver que, si la evaluación
se realiza con base 10, hay un horrendo número 5 dando
inicio al binomio.
En ese mismo orden de ideas profeso incontrolable
pánico ante la idea de diligenciar formularios en donde,
sin remedio ni miramiento alguno tendré que declarar, so
pena de sanciones, mi edad iniciándose con un 3.
Lo más extraño es sin duda
saber desde ya que los 30 serán un hecho ineluctable y
luctuoso (si es que para entonces aún existo), pero que
a la vez tal hecho me resulta imposible de creer. La vida se acelera
incontrolable una vez cumplimos 20. Es que treinta años
pueden pasar por el alma de un hombre como un perfume, y a veces
para cuando nos damos cuenta de ello ya es dolorosamente tarde.
Es ese mi caso.
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Hace
pocos días visité la ferretería ubicada en
los bajos de mi hogar con el propósito de adquirir un cuarto
de papel de lija con grosor de 40 destinado a deshilachar las botas
de mis jeans Lee, Parachute y Levis. ¿Qué le voy a
hacer si me gustan así? De regreso alguien que visitaba la
casa en donde resido, me miró como a un enfermo mental anacrónico
al hacerle saber mi propósito de refacción: ¡Pero
si esas modas son para los muchachos y tú ya tienes 28. Eso
ya no te queda bien! Y yo me preguntaba si ese alguien tenía
o no razón en sus imprecaciones generacionales.
Supongo que mi cuerpo se
ha deteriorado y que han sido muchas y de muy variada naturaleza
las distintas flagelaciones de las que he sido víctima a
lo largo de mi vida. Y no soy mártir. Por tanto es posible
que mi espíritu haya perdido parte de su brillo infantil.
Pero lo que me inquieta,
de momento, es imaginarme a mí mismo convertido en un hombre
de 30 y saber que para entonces seguiré siendo el mismo que
fui cuando tenía 16 y me preguntaba cómo sería
a la vuelta de catorce años. Es decir... ¿Ha sido
este un tiempo perdido? Y lo que es peor... ¿Seré
a los ojos de los demás una especie de “señor”?
Creo que no merezco tal remoquete.
A mi edad cualquiera de
los Beatles habría podido certificar con orgullo su trabajo
en el nada espurio Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band,
así como José Asunción Silva también
podría mostrar con donaire su Nocturno III, conocido guayigolmente
como Una Noche.
Me tranquilizo, al pensar
que, de acuerdo con la leyenda, Van Gogh comenzó su carrera
pictórica a mi edad, pero de nuevo me asalta el dolor al
pensar que, según parece, no hay en mí nada semejante
a The Beatles ni a José Presunción Silva, ni a Vincent.
He optado por empezar a
creer, como lo decía Serrat acerca de los 40, que “Fa
vint anys que tinc vint anys”, (en mi caso “Hace 15
años que tengo 15 años” ) débil consuelo,
pero un consuelo al final.
Y luego me veo al espejo
y no veo eventraciones, ni alopecia, ni sacos de rombos, ni chaquetas
marrones con parches en los codos y respiro calmo pensando: ¡Demonios!
Estar a dos años de tener 30 no es tan grave, a no ser, claro,
que todos los males valetudinarios me sobrevengan en el aún
largo curso de quince meses. Y... después de todo ¡Qué
importa!
Trataré, en los catorce
meses subsiguientes, de pronunciar el sufijo “veinti”
durante el mayor número posible de oportunidades con el más
grandilocuente énfasis que jamás haya puesto en palabra
alguna. Cada vez que se me pregunte entornaré mi voz con
vigor pueril para decir “Tengo VEINTIocho. Tengo VEINTInueve.
Después de todo será la última vez en que podré
permitirme el efímero privilegio de imaginarme joven y trataré,
desde luego de seguir soñándome infante aún
después. Mi soledad se disipa con esta elegante esperanza.
*Andrés
Ospina es codirector y cofundador de La Silla Eléctrica.
La cerveza, The Beatles, el Qundío y Bogotá se encuentran
entre sus mayores intereses.
(1)
Vallejo César. “Los heraldos negros”. |