Hoy el trópico
se apodera de nuestra otrora solemne urbe, acercándonos
más a la calentana Miami que a la fría sabana y
afeando, de paso, el ya diezmado paisaje citadino.
¡Qué lejos están los
tiempos de la sobria, lluviosa y grisácea Bogotá
antañona! ¡Qué poco nos queda de esa diminuta
urbe decimonónica con pretensiones de Atenas! ¡Qué
falta nos hacen las agudas inflexiones vocales del cachaco tradicional
junto a su imprescindible, cálido y aristocrático
chirrido del fonema “rr” doblado de “s”!
Atrás, muy atrás se han
quedado los días del otrora famoso Lago Gaitán,
entonces ubicado en las inmediaciones de lo que hoy es, para nuestra
fortuna y desgracia, el más próspero expendio en
materia de indumentaria electrónica ilegal, a la sazón
templo de la ramplonería en donde sospechosos individuos
mal ataviados vociferan sin cesar los tres indeseables vocablos
con la más vulgar de las entonaciones...
¡Programas, juegos, películas!
¿Qué busca, patrón?
...mientras inescrupulosos mercachifles
de enormes vientres y palillos suspendidos en sus mandíbulas
transportan toda suerte de artefactos computacionales sin garantía,
mirándonos con desconfianza y desprecio cual si ellos fuesen
depositarios de un saber y un patrimonio superiores e inaccesibles.
Ya nada, o casi nada es igual. Las elegantes
casas Tudor de Palermo, Teusaquillo o La Merced (con sus consabidas
reminiscencias británicas) no albergan a las prósperas
familias que antes las ocupaban. Las hoy desvencijadas casas del
Chicó distan de recrear el espíritu californiano
con el que alguna vez fueron concebidas. Los sectores coloniales
del tipo Candelaria o Las Aguas ven desmoronarse sus iglesias
y casas de bahareque sin que la administración distrital
haga algo por detener su inminente desplome.
Si bien poco originales, al menos entonces
quedaba algún reato escondido de buen gusto en nuestra
arquitectura, que de nuestra, a decir verdad, tiene poco, pues
desde siempre ha sido una modesta copia al carbón de experiencias
parecidas en otras capitales.
Hoy las casonas son improvisadas sedes
de universidades de baja estopa, salones de clase de institutos
técnicos venidos a menos o malolientes y malsanas cocheras
transformadas en fritanguerías o misceláneas.
Sectores que hasta los setentas hacían
justicia a sus nombres discretos y acaso monjiles del tipo El
Retiro, El Nogal o La Cabrera fueron sin saberlo autodestruyéndose
para dar paso a toda suerte de estanquillos, cantinas, bares,
tascas, licoreras y demás centros de la jacarandosa e insolente
parafernalia etílica urbana en donde los decibeles del
vallenato romántico se confunden con los vapores malsanos
procedentes de las frituras que en apestosas palanganas se cuecen.
Desde sus puertas emanan los estridentes compases del vallenato
romántico, coreado al unísono por los desafinados
discípulos de las mediocres entidades académicas
de garaje aledañas.
“Ay hombe, olvidarla es imposible,
ay hombe, y eso para mí es terrible”
No hay nada de malo en los ritmos
tropicales. Pero es algo más que injusto saber que no existe
alternativa alguna a tales melodías, a no ser, claro, que
optemos por acercarnos a otros inaccesibles locales de la bien
conocida zona “T”, cuyos precios desaniman al clásico
dipsómano. No hay bolsillo de beodo capaz de resistir los
embates antieconómicos de tamañas cartas de licores,
por más que lo queramos.
Pese a las muchas iniciativas a favor de un reverdecimiento, la
antes elegante carrera quince, hoy se ve rodeada por toda suerte
de expendios de embutidos malolientes o almuerzos ejecutivos ricos
en carbohidratos, almidones y grasas polisaturadas o por empanadas
con abundante arroz de color amarillo y repugnantes cueros de
pollo. El antes campestre Lago se ha convertido en paraíso
de la guayigolada irrestricta, y lo que es peor, se ha llenado
de atroces centros comerciales con pretensiones tropicales.
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Hablo
del muy afamado y antiestético Atlantis Plaza, cuya monumental
y loba estructura se erige imponente como Torre de Babel y símbolo
inequívoco del nuevoriquismo criollo.
Palmeras crecen a ambos
lados de la portezuela automática de vidrio y se erigen impunes
frente a una gigantista estructura arquitectónica que bien
recuerda a los condominios campestres carentes de atisbo alguno
de decoro, sobriedad y buen gusto que hoy se construyen gracias
al reciente y dudoso advenimiento de fortunas demasiado recientes
como para ser legales, en villas de veraneo del tipo Girardot, Melgar
o Carmen de Apicalá. El trópico se recrea a 2.600
metros de altura y 14 grados de temperatura promedio. Las constantes
e implacables lluvias ponen de manifiesto el descontexto del que
la edificación es víctima.
En los dos costados opuestos
se extienden largos tramos de horrendos bares y cantinas cuyos niveles
de salubridad van en proporción directa a la calidad de la
música en ellos programada. Es la calle del aguardiente,
la calle de los más económicos, letales y añejos
comestibles de la ciudad entera, la calle de la mendicidad disfrazada
de arte, la calle de los condiscípulos beodos, es ella, es
la calle de la pobreza
Al ingresar se interpone
toda suerte de obstáculos policivos. Hostiles guardianes
ataviados de azul fingen realizar minuciosas revisiones a cuanta
valija, cartera, maletín o bolsa penda de los hombros de
los desprevenidos clientes. A veces los guardas hurgan en su interior
en busca de algún material bélico, asaz subversivo,
pero no hallan más que lápices labiales, peinetas,
brillos, teléfonos celulares, palm pilots y demás
implementos de la parafernalia tecnócrata moderna.
Si corremos con la nada
envidiable suerte de llevar sombrero, boina o vasca, seremos obligados
a despojarnos de éstos. De nada vale decir que tan solo pasaremos
de una puerta a la otra con la intención inofensiva de “cortar
camino” o de hacer más llevadero y ágil nuestro
paso. De presentarse la menor negativa por parte del ingenuo transeúnte,
el gendarme notificará el insuceso a sus colegas con prontitud
y éstos de seguro apelarán a alguna de las bestias
caninas (cancerberos mal adiestrados) para forzar la huída.
Decenas de almacenes indecorosos
procedentes de afamadas cadenas internacionales nos invitan a soñar
con un cosmopolitismo inexistente. ¿Es acaso la presencia
de Hard Rock Café, Mc Donalds, Chevignon o Tower Records
una prueba física de nuestro lugar seguro al lado de las
grandes capitales del mundo? ¿Se nos olvida que al lado de
las sedes colombianas de tan reputadas firmas aparecen en las guías
turísticas suramericanas las respectivas franquicias de Cochabamba,
Chiclayo y Huancayo? ¿Somos tan ingenuos como para no saber
que la forzosa presencia de las multinacionales de la moda, la gastronomía
o la industria discográfica llegan aquí como un último
intento por dar oxígeno a un mercado global saturado?
Las escaleras eléctricas
han sido dispuestas para forzarnos a un obligatorio, exhibicionista
e incómodo recorrido circular. Hay que ir de un lado a otro
y someterse a una inevitable contemplación de un entorno
saturado de locales dispuestos en forma anárquica. El edificio,
atiborrado de indecentes columnas corintias, inspiradas, tal vez
en el areópago romano, de colores calentanos al mejor estilo
Barranquilla, Miami o Puerto Rico. Los viernes, el escándalo
se interpone en lugares impúberes con poco afortunados nombres
del tipo Tropical Cocktails, Atlantis Games, 3d Store, todos ellos,
haciendo gala de la más colombiche, acomplejada y guayigol
apropiación lingüistica. Nada más irónico
que leer los avisos publicitarios en donde el centro comercial se
ufana de ser decorado “con gusto exquisito”, de ostentar
una “hermosa arquitectura” y de que a “Atlantis
Plaza no le falta absolutamente nada”.
Permítaseme disentir
con respecto a la anterior afirmación, porque a Atlantis,
a mí modo de ver, le falta todo. Le falta un mínimo
asomo de intuición como para haber sido integrado, sin tamaño
traumatismo, a la arquitectura del sector. Le falta el más
leve conato de respeto por la estética bogotana al pretender
hacernos creer que estamos en la Florida y no en la fría
ciudad que algún día fuera habitáculo del sacro
pueblo muisca. Le falta Colombia. Y tal vez por eso, muchos al pasar
frente a él exclamamos entre sollozos:
¡Qué lejos están
los tiempos de la sobria, lluviosa y grisácea Bogotá
antañona!
*Andrés
Ospina es codirector y cofundador de La Silla Eléctrica.
La cerveza, The Beatles y Bogotá se encuentran entre sus
mayores intereses.
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