A
mediados de los ochenta, mi abuelito Héctor solía
oír la frecuencia clásica FM de la Radiodifusora
Nacional de Colombia en su radiorreceptor Sony de onda corta modelo
ICF-7600AW mientras se afeitaba.
Digo “solía
oírla” no porque mi abuelito Héctor ya no
esté, ni porque se haya quedado sordo, ni porque ya no
guste de la Radiodifusora Nacional de Colombia. Lo digo porque
mi abuelito Héctor, que a la fecha cuenta setenta y cinco
provectos y saludables años de edad, vive con mi abuelita
Soledad en Armenia.
Y a Armenia ya no llegan
las ondas hertzianas de la Radiodifusora Nacional de Colombia,
ni al radiorreceptor de mi abuelito Héctor, que ya no es
un Sony ICF-7600AW, ni a ningún otro aparato en el departamento
o la región entera. Los transmisores están averiados
y la red de la Radio “Nacional” no cubre siquiera
al diez por ciento de nuestro aporreado territorio “nacional”.
Claro está que
en ese entonces, cuando mi abuelito Héctor sintonizaba
la frecuencia clásica FM de la Radiodifusora Nacional de
Colombia mientras se afeitaba, la señal no era en modo
alguno sólida. Se trataba, más bien, de una intermitencia
tolerable, dado el eterno halo de precariedad que por alguna razón
rodea en Colombia a todo aquello a lo que se denomine público.
En cualquier momento podíamos
estar oyendo la ópera Kuznets Vakula de Piotr Ilich Tchaikovsky
cuando, de repente y sin explicación, el timbre alto de
la soprano se confundía con el sonido de fritura en aceite
vegetal que se genera dentro de aquellos espacios vacíos
en el dial entre emisora y emisora, destinados al uso doméstico
de micrófonos inalámbricos vendidos en Sanandresito
de San José a módico precio y sin garantía.
Eran los tiempos del rock
en español, del Concierto de Conciertos, de Lita Ford,
de Terence Trent D’arby y de Ken Laszlo. “Open your
eyes that is all he ever wanted”. Los días cuando
la emisora número uno e indestronable en Bogotá
era 88.9. 1988. Yo contaba doce años recién cumplidos.
Expulsado temporalmente del colegio Gimnasio del Norte, había
decidido refugiarme en el hogar de mis señores abuelos,
quienes me acogieron sin recriminarme.
Como es lógico,
a veces me extenuaba la atenta escucha de la ópera Kuznets
Vakula de Piotr Ilich Tchaikovsky y era ahí cuando lo que
más extrañaba de mis vacaciones forzosas al Quindío
era la ausencia de una emisora en donde se transmitieran el rock
y el pop de entonces. Hay que decir, por cierto, que la única
y fugaz experiencia de radioestación de rock en el Quindío
en los ochentas fue la desaparecida, Acosta Superestéreo.
Y ya para 1988 su programación había sido dedicada
por entero al reino de la balada pop.
Era
tal mi interés por capturar las emisoras de Bogotá
a la distancia que alguna vez compré, si mal no estoy,
en el almacén de eléctricos de mi amigo calarqueño
Diego Cruz Quiceno, un tubo cilíndrico de aluminio de unos
cinco metros de alto. Desde el balcón lo fijé en
el techo de la casa amarilla de mis abuelitos en el barrio El
Cacique, de Calarcá, previa autorización de su parte,
claro, y le fijé una antena de televisión, todo
esto con el único fin de poder oír a 88.9 y sus
11 Superéxitos todos los días. Todo ello sin tener
en cuenta el peligro que suponían las constantes imprecaciones
de la vecina anciana de la casa de al lado sobre cuyo techo de
teja española caía el tubo cuando el viento arreciaba,
la posibilidad de atraer no sólo estaciones de radio sino
letales rayos durante las tormentas eléctricas y el riesgo
de desplomarme desde el tejado hasta el piso durante alguno de
los muchos ajustes hechos en el sistema.
Los resultados fueron
inesperados. Si bien la recepción de 88.9 era a todas luces
débil, saturada de sonidos incomprensibles, sí conseguí
relativo éxito con otras emisoras de la zona, todas ellas
de música tropical, por desgracia. No existía por
entonces la posibilidad de sintonizar toda suerte de radioestaciones
de cualquier parte del mundo mediante un clic acertado en la red
mundial. Mi cultura radial aumentaba a la par con mi insatisfacción,
por lo que al fin de cuentas, no quedaba más remedio que
volver a las filas de los fieles oyentes entonces octogenarios
de la radio oficial.
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Tengo
entendido que toda gran emisora cuenta con una gran señal
de identificación horaria. Para los europeos seguidores seguidores
de las big bands en los cuarentas, el gong
de Radio Luxemburgo, confundido entre los ruidos electrostáticos
provocados por las ondas debilitadas tras el cruce del mar, debía
ser un indicador inequívoco de buenos augurios. ¿Qué
oyente frecuente de la señal de onda corta de la BBC de Londres
podría olvidar la señal horaria
de las campanas imponentes del Big Ben retumbando en las bocinas
de sus radios? Entonces… ¿Por qué no podía
hacer la Radio Nacional lo propio con el sacrosanto
sonido de un campanario?
Traigo el tema
a colación porque desde hace tiempo he venido discutiendo
con mi buen amigo Manuel Francisco, soldado que a mi lado ha peleado
innumerables batallas, la mayoría fallidas, acerca de lo
gratas o non gratas que nos resultan las clásicas campanadas
del carillón de la Radiodifusora Nacional de Colombia.
La polémica se inició hace alrededor de un año
cuando juntos militábamos en la frecuencia AM de la benemérita
estación radial, hermana mayor de nuestra actual casa, 99-1,
fundada en 1940. Justo antes del inicio del programa sonaba la tradicional
voz de Ilse de Greiff acompañada por las famosas
campanadas del carillón, lo que, podrán imaginarse,
traía a mi mente toda suerte de gratas e indecibles reminiscencias.
Con respecto al particular, tuve la oportunidad de sostener una
extensa conversación con mi también buen amigo Mauricio
Vásquez, en parte culpable de nuestro ingreso a la Radio
Nacional, quien me relató cómo durante algún
tiempo, cuando dirigía el Departamento Cultural de la emisora,
se hizo necesario suspender la utilización de las campanadas
del carillón en las señales de identificación
debido a reiteradas quejas procedentes de la Guajira en donde este
sonido es tomado como símbolo de duelo en cortejos fúnebres.
Al menos eso creo haberle entendido.
Pero decía entonces
el buen Manuel que las campanadas le parecían de ultratumba
y que sin duda sería una buena idea reemplazarlas con algún
sonido alegre, más afín a nuestros tiempos. Replicaba
yo que no estaba de acuerdo con su propuesta, toda vez que el sonido
del carillón otorgaba a Bogotá un cierto deje londinense
del que por supuesto era merecedora y daba la ilusión de
la Radio Nacional como una próspera empresa del estado. ¿Alguna
vez han pensado en lo mucho que Bogotá se parece a Londres,
aunque muchos se empeñen en negarlo? Supongo que me tildarán
de iluso… en fin….
Fue
por tal razón que a la hora de grabar una identificación
audible para La Silla Eléctrica, en contra de muchas opiniones
adversas, decidí rendir un homenaje al antiguo
sonido del carillón. Con suma dificultad y a pesar de
la enconada y absurda oposición de la gente del archivo de
la fonoteca de la radio, más preocupados por restringir el
acceso al invaluable material oxidado a causa del olvido y extraviado
en una bodega de Inravisión que por permitir su razonable
uso, encontré una vieja grabación de las polémicas
campanas del ayer.
Estas son las campanadas
que suenan cada sábado, al inicio de cada nueva emisión
de La Silla, aquellos timbres inciertos a los que los demás
realizadores de programas oyen con escepticismo mientras en sus
rostros se dibuja una mueca de incomprensión. Son estos los
sonidos del carillón, el viejo carillón de la Radiodifusora
Nacional de Colombia. No sabemos por cuánto tiempo más
podremos oírlos. Pero por mi parte, mientras Dios e Inravisión
me den vida y licencia…
¡Qué suenen las campanas!
Para la muestra algunos sonidos::
*Andrés
Ospina es codirector y cofundador de La Silla Eléctrica.
La cerveza, The Beatles y Bogotá se encuentran entre sus
mayores intereses.
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