Explicaré brevemente
el por qué de mi preferencia a viajar en
el sistema masivo “tradicional” en lugar del Transmilenio.
Para comenzar me voy a referir al acceso
al medio de transporte; nada como el libre albedrío de
tomar la buseta, bus , ejecutivo, microbús o cebollero
donde bien te parezca: a una sola cuadra de tu casa, en pleno
semáforo en verde, en la mitad de la calzada haciendo caso
omiso a los pitos de la moto Yamaha XT-125 conducida por un mensajero
sudoroso que amenaza con arrollarte. Qué grata sensación
correr detrás de una buseta un par de cuadras, en pro de
mi condición física claro esta, teniendo en cuenta
mis hábitos más bien sedentarios y mi dieta un tanto
grasosa, bienvenida la “trotada”.
Paralelamente el sistema de vanguardia
establece solo 76 estaciones de acceso a sus berlinas en detrimento
del rápido acceso desde nuestras ubicaciones al medio de
transporte. ¿Quién no ha disfrutado de las celebres
filas en el banco, en el cine, en el estadio, en la caja registradora
de cualquier supermercado, en el aeropuerto, entonces porque no
molestarse sumándose a las filas de Transmilenio?.
¿Hay algo más bogotano que
los avisos de las tablas: Columnas-Germania-Calle 19-027-Américas-
Kennedy Carrera 7, 039-Matatigres-etc., etc. de colores festivos
en perfecto contraste con el gris plomizo de la gran ciudad?.
Algo digno de mostrar. Portal de la 80;Portal del Norte; Las Aguas;
Portal de Usme; Portal de las Américas; avisos despectivos
que se desdibujan a lo lejos en los importados tableros electrónicos
de los metro buses quizás colocándonos a tono con
las grandes capitales del mundo. A la Bogotá noctámbula
los buses rojos iluminados le dan una apariencia de tinglado cosmopolita,
un aire de grandeza que nos hace pensar que ya hemos vencido el
subdesarrollo, disimulando así nuestro rezago tecnológico.
Transmilenio la cruza de extremo a extremo, y la primera vez que
los vimos desplazarse creímos que finalmente habíamos
salido de pobres.
Además de ser seres sociales, sexuales,
también somos seres en constante economía, así
rezaba el postulado de un benemérito maestro en la facultad
y aquí me quiero referir dejando el orgullo en la casa,
precisamente a la forma de pago del sistema de transporte. No
con poca frecuencia levanto mi atenta mirada a los vidrios panorámicos
del sistema de transporte tradicional buscando estrellar mi mirada
en una pegatina con los caracteres $800 diurno, $900 nocturno
y festivos, que por lo demás, coincida con la ruta por
mí demandada, mientras que mi mano izquierda dentro del
bolsillo hace un análisis dactilar de alta velocidad estableciendo
el saldo monetario del que dispone mi economía; gesto que
no menoscaba la precariedad de mi bolsillo con resultados un tanto
beneficiosos para el mismo.
Si por alguna razón dispongo de un billete de gruesa denominación,
aprovecho la ocasión para cancelar el servicio con varias
monedas que reunidas no superan la cuantía de $500, con
la excusa de no disponer de más sencillo y por sobre todo,
de no molestar al respetable señor conductor haciéndome
entrega del cambio de un billete de $50.000 y de paso, toscas
palabras en las que inmiscuye por alguna indeterminada razón
a mi señora madre.
Absolutamente impensable pedir rebaja
en la compra de un tiquete a la niña que viste una chaqueta
abullonada color caqui en armonía con una gorra del mismo
color con el eslogan bordado de la compañía que
reza: “el amigo que nos cambio la vida”.
Rumbo a la universidad abordo en la mañana
el cebollero, escucho el ya clásico cliquear metálico
del torniquete, perdón, de la registradora que señala
un número ininteligible de criaturas transportadas en sus
entrañas. Una vez abordada, la Consentida, la Ruquita,
Mayerly, la Caponera; o como quiera que el ilustre propietario
haya bautizado en vernáculos nombres a su berlina otorgándole
cierto matiz de personalidad de acuerdo con su carácter,
procedo a tomar asiento;
¡Qué gozosa sensación
de confort!; Welcome to the Jungle; cantaba Axl Rose en sus años
mozos, ahora, la misma melodía era reproducida en la radiola
del cebollero como dándome la bienvenida a la espesa jungla
de cemento, vehículos y humo que componen la arquitectura
de la ciudad. Loables sillas acolchadas adornadas por rupestres
graffitis de los comandos azules, la fúnebre, los Gars
y toda suerte de mensajes amorosos encerrados por corazones como
Natalia y Carlos forever , Maritza I love you, Charlie y George
se aman. Sí, porque de esos también se ven, además
de respetables nombres de parroquianos de no tan respetable reputación
acompañados de su respectivo número telefónico
y como si del muro de las lamentaciones se tratara son plasmados
para la posteridad.
El amigo que nos cambio la vida nos ofrece
unas sillas fácilmente lavables con agua y jabón
cuya pulcritud es respetada al unísono por sus usuarios.
Avisos publicitarios del banco gestor de ese megaproyecto y del
Baloto nos hacen soñar despiertos (y de pie) en un futuro
menos precario en donde no tengamos que rozar nuestro trasero
con otros parroquianos en la comodidad de un Audi A4 y que por
casualidades del destino uno de esos flamantes vehículos
se acomoda junto a nuestro bus carmesí, el acaudalado conductor
mira con cara de estupor la capacidad inconmensurable de transporte
del sistema de avanzada, dándole gracias al creador por
sentarlo en el bando de la inmensa minoría.
Pensé en objetar al señor
conductor por el sobrecupo morcillón de los buses rojos
pero me encontré con un aviso más bien despectivo:
Prohibido hablar con el conductor; sórdido mensaje que
me desmotivó a formular un reclamo que sin dudad no iría
para ninguna parte.
¿Qué otra ciudad del mundo
puede ofrecer música en vivo en su sistema de transporte
a los oídos más exigentes de sus coterráneos
de las más diversas estirpes en géneros tan variados
como el vallenato, música andina para no olvidar sus raíces,
pasando por un improvisado y muy urbano rap con sonidos guturales
incluidos, música llanera e incluso la tecnoranchera?
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Con
absoluta maestría es interpretada La Tierra del Olvido; en
una guitarra marca la ibaguereña; más curtida y aporreada
que su dueño, pasando por bolero falaz;, y otras tonadas
que de antaño hicieron las delicias de nuestras tardes de
ocio. Un joven violinista del conservatorio de la Universidad Nacional
interpreta Las cuatro estaciones de Vivaldi en la 100 con 15 para
un publico dizque más refinado, un mimo con ínfulas
de cuentero nos relata la historia de un hombre que en su trasegar
se enfrento a toda clase de dificultades para buscar la felicidad
que nunca encontró, relato por más fantástico
que parezca no esta lejos de reflejar la realidad del día
a día.
Del dramatismo del mimo
pasamos a una escena de horror: contemplamos con hedor las tripas
de un bovino pegadas al abdomen de un ciudadano que afirma haber
sufrido un accidente mientras nos suplica una limosna para su recuperación;
los mancomunados esfuerzos de los pasajeros suman una no despreciable
suma que con seguridad será invertida esa noche en comprar
un frasco de aceite vegetal complementado de papas fritas para devorar
una libra de chunchullo que recorrió los lugares más
indómitos y exclusivos de la ciudad.
Nada más que abordar
el sistema de transporte masivo de un país para ver reflejada
su cultura; es un indicador inequívoco; eso lo pude comprobar
al tratar de salir de un Transmilenio y digo tratar; porque una
vez abiertas las puertas una avalancha humana se abalanzo sobre
mi indefensa y escasa humanidad; hombres y mujeres compitiendo por
una silla bien calientita, la alienación de una sociedad
vacía y despersonalizada que nos ha enseñado a competir
desde muy temprana edad.
Entiendo que las comparaciones
son odiosas, son utopías esperar un paraguas propiedad del
estado a la salida de Transmilenio en día lluvioso al servicio
de sus usuarios que muy obedientes lo devolverán de donde
lo tomaron, como también sería utópico pensar
en que alguien deje reposar la silla media hora antes de sentarse,
todos estos comportamientos típicamente japoneses, son indicadores
como barómetro de cuan lejos estamos de la verdadera civilización
en nuestras mentes.
El filósofo alemán
Karl Marx, en su interpretación económica de la alienación,
sostenía que las personas estaban alienadas de su propio
trabajo, ya que al no poseer los medios de producción, otra
persona (el propietario o capitalista) se apropiaba de su trabajo
que pasaba a ser obligatorio y no creativo, esto frente al cúmulo
de inestabilidad y deseo de superación que experimenta el
colectivo son el caldo de cultivo excepcional para dejar colgados
en el ropero el sentido de la medida y las buenas costumbres. Caos
y alienación homogénea a la orden del día en
donde es más probable que Nueva York se parezca a Bogotá
a que Bogotá se asemeje a Nueva York.
La solitaria travesía
por la ciudad suele abstraernos en la maraña de nuestros
propios pensamientos, pensamientos que saltan de un lado a otro
como gusano en braza, a la par con un apetito intempestivo que nos
azota en cualquier semáforo o trancón, situación
fácilmente finiquitable para cualquier asiduo pasajero de
bus urbano con la amplia oferta de toda clase de manjares que se
nos ofrecen por los rebuscadores tales como galletitas, chocolatinas,
dulces, chicles, Quimbayas, melcochas, almojábanas y otras
delicias de la gastronomía callejera a precio de huevo; nada
como disfrutar de el paisaje bogotano mientras se saborea una rica
golosina y se espera salir del trancón, a, y no olvide no
arrojar el papelito dentro del vehículo, ya que esto afecta
su trabajo.
Para aquellos que como yo,
somos más urbanos que una buseta, la ciudad a cambio de repelernos
nos atrae cada vez más, y ésta a su vez nos pone al
alcance de la mano en nuestro medio de transporte la oferta de un
amplio abanico de mercaderías que van desde comestibles,
artículos escolares, cepillos de dientes, pasando por imágenes
religiosas, escapularios, dijes para atraer el amor y el dinero,
mapas de Colombia, cursos relámpago de Inglés, purgantes,
ungüentos, cremas y otros menjurjes; estrategia que se encaja
perfectamente a los códigos de la modernidad; una clase de
merchandising suburbano que emerge desde la desesperada miseria
en donde no es el cliente el que busca el producto sino todo lo
contrario: el producto busca la mano de un futuro dueño para
poder
cobrar vida.
Es decisivo adoptar métodos
menos ortodoxos a la hora de plantear soluciones a los problemas
de transporte de la ciudad. Transmilenio es a todas luces un sistema
que se acuña como pañito de agua tibia para las necesidades
de movilidad de la gran ciudad, en donde tarde que temprano se hará
imperativo el desempolve de los estudios de la construcción
de un metro y por qué no decirlo de acarrear
con una deuda casi impagable por los próximos 100 años.
Es materia de culto entre
los propietarios de busetas y ejecutivos el ataviar con cierto barroquismo
el vidrio posterior del vehículo con toda suerte de trabajos
pictóricos que evocan reminiscencias de sus ciudades natales:
Ibagué te llevo en el corazón; Honda ciudad de los
puentes; Pereira que berraquera; además de siluetas de mujeres
desnudas, aviones de combate, la Virgen Maria, perfiles de Nueva
York, imágenes cliché que se enarbolan rompiendo la
cotidianidad de una ciudad que pide a gritos ser observada, atendida,
escuchada y respetada; iconos que se articulan reflejando casi como
un espejo los gustos del común, sus creencias, sus sueños
y sus recuerdos.
A grandes problemas grandes
remedios y ante la falta de solidaridad ante personas discapacitadas,
mujeres embarazadas y ancianos para tomar asiento en uno de los
abarrotados buses, que mejor que crear asientos preferenciales,
sillas con jerarquía, símbolos colectivos que se respetan
más por su calidad de iconos más que por el origen
por el que fueron creados.
¡¿Caballero,
es que no le va a dar la silla azul a la señora?!- le espetó
con cierta arrogancia un ejecutivo de la generación yuppie
a un hombre que dado su aspecto parecía ser un asalariado,
con el rostro curtido más por el ardor de la desesperanza
que por los rayos de sol, duro batallador del día a día,
un vasallo al servicio de los intereses de otros y que muy seguramente
por los excesos de su jornada (y los de su jefe) se encuentra tomando
un merecido descanso por casualidad en una de las exclusivas sillas
azules destinadas únicamente para personas con discapacidad,
mujeres embarazadas, niños de brazos y adultos mayores. Yo
me pregunto:
¿Será que
los lambones de Transmilenio tienen un don adivinatorio especial
para saber que discapacidades tiene un hombre que se sienta en una
de estas sillas? Tal vez al hombre le duelen los testículos
y esto califica como incapacidad, tal vez sufre de esquizofrenia
y esto entra también como discapacidad, quizás no
tiene dinero para llevar a su casa, eso también es una discapacidad.
Imágenes pintorescas
de un conductor con cruceta en mano, el zapatito de un niño
colgado del vidrio delantero, el timbre inservible en la puerta
de atrás, y otras escenas urbanas irán desapareciendo,
mientras tanto montado en la jeva; al son de ay hombe, olvidarla
es imposible...! Yo termino de escribir este ¿articulo? disfrutando
del paseo rumbo a mi casa.
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