“Saber es sabor, de colores
primordiales
de ondas calladas, olores elementales”
Enrique Bunbury.
Ácido.
Difícil, se hace necesaria la ayuda para poder digerir;
apretar una mano amiga, quizás un oído atento a
quién dirigirse y gritar. No es fácil. Amargo, a
veces recuerda la vida y hace que, sin lograrlo, queramos olvidarla,
no es fácil.
¿Qué recuerda?
Un suero con el ruido de una playa silenciosa, un suero con sabor
adulto incomprensible para un paladar inexperto, que no comprende,
que busca lo mínimo, aquello que no hay que pensar. Berenjena,
sabor desértico, tal vez mediterráneo, no lo sé:
como sea, cáustico y abrasivo como unas gotas de limón
en una llaga abierta: - hacen bien, déjalas fluir- no quiero,
me arde, siento dolor!! ¿Es ácido?- así es
la berenjena, ácida, tal vez soy yo quien lo percibe así,
tal vez no soy yo, quien lo sabe: no debería ser amarga:
de nuevo, mi paladar no comprende.
Esta vez es una sopa, es blanca, lechosa y caliente: no recuerdo
su nombre, pero es ácida, mucho más que la berenjena.
Ignoro, creo que a eso debe saber la leche cortada. No se a que
sabe, mi paladar quiere dejar de sentir y al digerir siento una
arcada: leche caliente y pequeños trozos de lo que alguna
vez debió ser levadura: invierto el sentido de lo natural
y mi cuerpo se niega, sin embargo debo dejarla pasar, es ácido,
corrosivo y aceitoso, la saliva no mitiga y mi voluntad se extingue.
Panela, nada más ácido: está muy caliente,
casi hirviendo, el queso se derrite; nadie más nota la
acidez, debo ser yo, de nuevo mi falta de pericia me lleva a errar,
todo es amargo, mi estómago se contrae antes de que el
paladar se lo ordene. Todos departen, el queso se derrite y yo
sigo sintiendo un gusto amargo. Ácido. Difícil.
De nuevo mi paladar ignorante ha jugado una mala pasada. Vino,
visión heterogénea, sabor a madera: no alcanzo a
percibir lo añejo, la acidez eclipsa la extravagancia.
Visión engañosa, equilibrio precario y paladar ignorante:
de nuevo he perdido la apuesta. Mi paladar vence la etiqueta y
el instinto supera la letra, no consigo entender el vino y todo
es ácido.
Ácido, contraigo y desdibujo mi rostro, sin embargo fuera
de mí todo sigue estado igual: el ruido de la playa silenciosa,
la dé por la ere, algún vallenato, las escalas en
modo locrio, el acento desigual. Risa y olvido, lo ácido
y el mundo.
La acidez es la ignorancia del paladar.
Salado. Soy yo, siempre me sentí
así: salado. Mi dedo en la boca recordaba la sal: ¿Na
Cl? No lo sé. Salado soy yo, son mis manos después
de jugar en la arena y de dibujar con acuarela. Salado son mis
manos cuando suelto la guitarra.
Salado es tocar el mundo, el mundo es salado.
Una copa cae sobre la mesa, otra la abandona. La savia del maguey
hace lo suyo, sin duda: sal y limón. Suenan Rainbow in
the dark y Eye of the tiger y nuevamente la sal se mezcla en mi
boca: entre los acordes percibo lo salado, nunca antes se me había
mostrado así. Pongo lo salado en mi mano, se mezcla con
el ya familiar sabor de mi piel que sabe a jueves, a viernes,
a marcador verde bold color dry erase marca Expo: lo salado se
mezcla, es una comunión de tarde, sol, hard rock y tequila.
Salado es placer de jueves o viernes.
Lo salado me hace descansar.
Salado es carne roja, es descansar a la orilla de un mar muy muy
azul, casi verde, en la aletargada Beirut. Salado es mi tía
abuela Lilí con su pirex llena de Kawaysh y un calor soportable:
es el olor a carne y el sabor de un bocado de kibbe crudo antes
del festín principal. Afuera todo igual, de nuevo: el mundo
no cambia, oigo un idioma impenetrable, que corre por mis venas
pero que no comprendo. Salado es el Kawaysh que me hace olvidar
que no comprendo. Salado es el Kawaysh que, sin que comprenda,
me dice que me rodea mi familia, a la que nunca había visto
y no sé si vuelva a ver. Salado es el Líbano: sabor
y olor, cloruro de sodio. Salado. Soy yo.
Calor, salado es calor emanado desde la chimenea, es, de nuevo,
carne roja, esta vez con piel de trapo, que se quema y se negrea
lentamente: salado es su esencia y su marca. Salado es esa carne
muy tarde después de un vino rojo ignorante y con Queen
sonando en el fondo.
Salado es lo que pasa muy tarde, lo que precede al sueño,
lo que acompaña ciertas formas de ser con el mundo: es
un huevo estrellado en la madrugada (a las tres), es una hamburguesa
con Coca Cola en una esquina oscura, una pizza de no sé
qué al lado de un bar. La noche llega y lo salado se descubre.
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Salado
es aprender, es la apuesta por el exceso, es echar a perder algo:
salar es confinar y tener que empezar de nuevo: no se puede separar
la sal. Salado es formarse, es amalgamar. Salado no es mala suerte,
sólo falta de experiencia: salar es empezar a conocer, salar
es un intento de crear, un quehacer casi estético truncado
por el maleficio del sabor puro y las convenciones. Salado es un
punto de partida. Salado es el ¡sapere aude! el atrévete
a pensar de la culinaria, la salida de minoría de edad. Es
atreverse a (des)conocer.
Salado es decir que no sé.
Dulce. Suave, plácido,
acompañado de mujeres: mi abuela, mi tía, mi mamá.
Las tardes después del colegio. Dulce es escudriñar
la cocina a las cuatro de la tarde con el pantalón sucio
y la maleta aún cerrada en el sofá de la sala. Dulce
es lo que huele caliente y lo que ensucia la boca: dulce es llegar
de nuevo y no querer salir más. Dulce es la casa de la abuela.
Dulce es lo que se derrite, lo que deja viscoso el manubrio de la
bicicleta: es abrir el congelador de la droguería e introducir
una mano insaciable, es pedir cien pesos a mi mamá. Dulce
es la lengua verde y los partidos de fútbol en el parque
Brasil. Dulce es no querer ir a casa.
Dulce es llegar y es salir.
Dulce es esperar, es tener paciencia, es acabar minuciosamente con
lo ácido, lo abrasivo, lo amargo. Dulce es excitar y cultivar
la ignorancia del paladar y sentir regocijo, es aguardar estoicamente
por el final del ritual. Dulce es un epílogo feliz a una
narración ácida: dulce es una plácida ignorancia.
Dulce es las palabras de un adulto que se mofa de mi expectativa
por el epílogo, que menosprecia la acidez que ante lo culto
percibe mi paladar.
Dulce es ese momento entre Heidegger y Nietzsche en dos mil uno:
un rollito de canela caliente con los ojos en Monserrate y la Jiménez
detrás. Dulce es charlar con Paula y ensuciar un poco con
color canela la página veinte de la edición chilena
de Ser y tiempo, traducción, prólogo y notas de Jorge
Eduardo Rivera C, que me prestó Carlos Escobar, dulce es
que eso no me importe. Es el olor a canela y al tinto sin azúcar
que se mezclan en mi nariz.
Dulce es oler. Dulce es conocer.
Dulce es un vino descaradamente ignorante con Diego en mil novecientos
noventa y seis, un vino con frailes obesos y dibujos de vides en
la etiqueta: dulce es el placer que produce la ignorancia en una
botella de plástico: un moscato passito.
Heineken, sabor cítrico y espumoso en las Ramblas, dulce
que borra un atardecer de vinos ignorantes y un gazpacho ácido
de la noche anterior: las burbujas son dulces, son efímeras,
al instante se han disuelto en mí. El placer no perdura.
Estoy sentado bajo un sol anaranjado y en medio de los recuerdos,
recuerdo. Recuerdo el vino y unas torpes líneas de Baudelaire:
“Hay que estar siempre ebrio. Nada más; esta es toda
la cuestión. Para no sentir el peso horrible del tiempo,
que os quiebra la espalda y os inclina hacia el suelo, tenéis
que embriagaros sin parar.
¿De qué? De vino, de poesía o de virtud, como
queráis. Pero embriagaos.”
Sonrío, Heineken, dulce cítrico.
Dulce es olvidar.
Desayuno, el maíz es dulce, la mermelada es dulce, a veces
llega la miel. Dulce es despertar. Dulce es la playa de Atacames
y los cocos: es mi primo que me empuja al mar y soy yo que no me
importa. Allá todo es dulce, lo hace mi tía Teresa,
es todo tan dulce y huele tanto a coco que olvido el ácido
de la berenjena con aroma desértico y beduino, todos olvidamos
el maremoto que está teniendo lugar. Dulce es olvidar lo
malo, dulce es olor a coco en una playa de Atacames en mil novecientos
ochenta y dos.
Dulce es comer y es beber.
Sabores. Construcciones
subjetivas que elaboran mi percepción; trabajo más
intuitivo que intelectual, eso es ácido, salado y dulce:
filosofía incompleta de una realidad que es siempre proyecto.
Construyo el ser cada vez, con cada bocado, con cada sorbo. Construyo
cada vez, pero logro el ser eterno: clarividencia pura desde la
experiencia corporal.
Comer y beber: oler, conocer, (des)conocer, olvidar, recordar, descansar:
desde dentro he construido un mundo que cada vez viene a mi. Mil
novecientos ochenta y dos, mil novecientos noventa y seis, dos mil
uno, suero, Kawaysh, rollo de canela: el mundo es ácido,
salado y dulce. Así lo siento y así lo (re)construyo
cada vez: la nostalgia es un ejercicio que comprendo más
desde las pailas que desde la memoria: un vino ignorante en botella
de plástico siempre traerá a mi mente a Diego en mil
novecientos noventa y seis, mucho más que mil imágenes.
Beirut siempre salado: saladoes mi familia, más que una galería
de papel en un libro anillado. Dulce es cerrar los ojos y ver Monserrate
con un rollo de canela entre las manos. Ácido, salado y dulce
son los recuerdos, es el mundo que hice.
*Sergio
Roncallo Dow es filósofo, músico y escritor. Entre
sus innumerables aportes a la cultura se encuentran Pollito Chicken,
reconocida banda bogotana, Los Gemelos Fantásticos y, más
recientemente, Los Pusilánimes y los Hermanos precarios.
Por si esto fuera poco Sergio es colaborador ad honorem de La Silla
Eléctrica como productor musical, locutor y escritor.
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