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Confilico
Andrés Ospina

¿A dónde van las palabras? Van a ninguna parte y nunca se vuelven. Se esconden para siempre dentro de nada, como el amor que jamás llega. Vuelan sin detenerse en una danza ilimitada que se confunde con silencios de un artilugio suicida en eterno viaje elíptico. Viven suspendidas sobre galerías magníficas de confesiones compulsivas. Mueren siendo verdades exclamadas en segundos desesperados. Lloran por historias extintas. A veces son olvidadas en un libro perdido o en la voz cansada de un viejo.

Se habla mucho. Nadie entiende. Algunas de mis más fieles amigas son palabras. Palabras a las que ignoran. Palabras náufragas a las que rescato. Palabras que yacen letárgicas a la espera de algo. Alguna vez conocí una buena palabra. Se llamaba Confílico. Por desgracia nunca había existido. Pero ahí estaba. Ahí está. Busqué inquieto un indicio de su origen temprano, un vestigio, una señal. Nadie me dijo nada. Supuse entonces que la había inventado, pero esto, de momento, no me parecía útil. La vanidad se apoderó de mí al comprobar que Confilico podía ser el nombre de cualquier cosa; el martilleo constante de un reloj sustraído por la fuerza de un anticuario, los pasos resignados de un anacoreta que deambula por una hacienda abandonada o un medicamento inservible contra la locura senil.

Me alegró saber entonces que existía una palabra que podía ser cualquier cosa. Una sola palabra, matriz, elemental e irremplazable. El núcleo de la Biblioteca de Babel era por cierto Confilico.


 

Habiendo alcanzado tal paz momentánea vino a mi encuentro la palabra Inclosmitario. Recorrí los más extraños intersticios de los gabinetes de los sabios bibliotecarios del mundo. Divagué por todos los subterfugios literales. Consulté los más extensos y antiguos volumenes de cada circuito de archivos escritos. Ahora no había salida. Aprendí por la fuerza que de ahí en adelante viviría condenado a las estocadas impías de combinaciones de letras sin coherencia. Tan infinitas como el espacio mismo. Todas tan únicas y a su manera tan idénticas. Caperuído, emilitado, pieltros, Linsa, Obreo, Fucta, Enga.

Hace ya de esto algún tiempo y ahora son millones de palabras las que bailan en la límitada geografía de mi cabeza. Me preguntó si mi vida alcanzará para que llegue el día en que mi memoria se sature con tantas posibilidades de entremezclar sonidos. Después de que las palabras rebasaron el número de mil decidí que Confilico era, por derecho, la más alta jerarquía de cuantas palabras he visto nacer.

¿De dónde vienen las palabras, Confílico? ¿Quiéres decirme algo? Me sería más fácil mentirme y creer que no tienes nada de que hablar; que el lenguaje se dispersa, como generando un sórdido e impenetrable museo de las letras. No sé si mañana pueda pronunciarte de nuevo. No sé si cuando muera quede alguna prueba audible de tu existencia. No sé si te evanecerás como ser de luz. No sé si tienes sentido, y en verdad prefiero creer que no. Es mejor así porque temo al engaño, y el engaño es el sentido
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*Andrés Ospina es codirector y cofundador de La Silla Eléctrica. La cerveza, The Beatles y Bogotá se encuentran entre sus mayores intereses.

 

 
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