¿A
dónde van las palabras? Van a ninguna parte y nunca se
vuelven. Se esconden para siempre dentro de nada, como el amor
que jamás llega. Vuelan sin detenerse en una danza ilimitada
que se confunde con silencios de un artilugio suicida en eterno
viaje elíptico. Viven suspendidas sobre galerías
magníficas de confesiones compulsivas. Mueren siendo verdades
exclamadas en segundos desesperados. Lloran por historias extintas.
A veces son olvidadas en un libro perdido o en la voz cansada
de un viejo.
Se habla mucho. Nadie entiende. Algunas de mis más fieles
amigas son palabras. Palabras a las que ignoran. Palabras náufragas
a las que rescato. Palabras que yacen letárgicas a la espera
de algo. Alguna vez conocí una buena palabra. Se llamaba
Confílico. Por desgracia nunca había existido. Pero
ahí estaba. Ahí está. Busqué inquieto
un indicio de su origen temprano, un vestigio, una señal.
Nadie me dijo nada. Supuse entonces que la había inventado,
pero esto, de momento, no me parecía útil. La vanidad
se apoderó de mí al comprobar que Confilico podía
ser el nombre de cualquier cosa; el martilleo constante de un
reloj sustraído por la fuerza de un anticuario, los pasos
resignados de un anacoreta que deambula por una hacienda abandonada
o un medicamento inservible contra la locura senil.
Me alegró saber entonces que existía una palabra
que podía ser cualquier cosa. Una sola palabra, matriz,
elemental e irremplazable. El núcleo de la Biblioteca de
Babel era por cierto Confilico.
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Habiendo
alcanzado tal paz momentánea vino a mi encuentro la palabra
Inclosmitario. Recorrí los más extraños intersticios
de los gabinetes de los sabios bibliotecarios del mundo. Divagué
por todos los subterfugios literales. Consulté los más
extensos y antiguos volumenes de cada circuito de archivos escritos.
Ahora no había salida. Aprendí por la fuerza que de
ahí en adelante viviría condenado a las estocadas
impías de combinaciones de letras sin coherencia. Tan infinitas
como el espacio mismo. Todas tan únicas y a su manera tan
idénticas. Caperuído, emilitado, pieltros, Linsa,
Obreo, Fucta, Enga.
Hace
ya de esto algún tiempo y ahora son millones de palabras
las que bailan en la límitada geografía de mi cabeza.
Me preguntó si mi vida alcanzará para que llegue el
día en que mi memoria se sature con tantas posibilidades
de entremezclar sonidos. Después de que las palabras rebasaron
el número de mil decidí que Confilico era, por derecho,
la más alta jerarquía de cuantas palabras he visto
nacer.
¿De dónde vienen las palabras, Confílico? ¿Quiéres
decirme algo? Me sería más fácil mentirme y
creer que no tienes nada de que hablar; que el lenguaje se dispersa,
como generando un sórdido e impenetrable museo de las letras.
No sé si mañana pueda pronunciarte de nuevo. No sé
si cuando muera quede alguna prueba audible de tu existencia. No
sé si te evanecerás como ser de luz. No sé
si tienes sentido, y en verdad prefiero creer que no. Es mejor así
porque temo al engaño, y el engaño es el sentido.
*Andrés
Ospina es codirector y cofundador de La Silla Eléctrica.
La cerveza, The Beatles y Bogotá se encuentran entre sus
mayores intereses.
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