Ahí estaba él,
Fernando Alfonso Suárez, haciendo fila después de
haber parqueado su 323 Mazda de tercera, o de cuarta mano en uno
de los mínimos, carísimos parqueaderos de la ochenta
y dos con trece. Eran ya las diez de la noche, el ambiente de
la zona rosa en aquella noche del ’97 estaba prendida ya,
llegando a la cúspide de su espíritu de eterno,
desgarrado carnaval a Bachuus. Estaba Fercho bien vestido, con
el típico atuendo de estrato cinco comprado con sueldo
de estrato tres; camiseta Polo, de marca como lo comprobó
antes de pagarle al tendero ahí, perdido en la jungla comercial
del San Andresito original, con jeans de un mes de viejos pero
gastados con piedra pómez y una tarde de esfuerzo. También
tenia esos cachivaches que se pueden comprar en la calle; una
pulserita hecha a mano, una cadena lavada en oro con un pendiente
de cupido de plata, ese tipo de cosas.
Estaba allí, dos cuadras de la
quince, haciendo fila para entrar en un chuzo de puerta estrecha,
arrinconado entre dos edificios con un pasillo que se perdía
hacia el fondo en la penumbra, sin anuncios de neon o siquiera
un nombre pintado arriba de la puerta. Aun así, en ese
anonimato, para entrar a aquel bar era asunto de casi media hora,
pero el esfuerzo, en lo que a Fercho le concernía, era
completamente justificable. Juana Maria Velásquez, acabada
de entrar en la oficina donde Fercho trabajaba de una especie
de escribano moderno, había caído en sus trampas
de aguilucho amoroso, y le propuso un encuentro en horas extra-ocupacionales
aquel fin de semana. Era a un lugar que el no conocía,
llamado Kaliman, pero al que Juanita no podía recomendar
de manera mas enfática.
“Es del putas”, dijo ella,
sin mucho pudor, cosa que lo sorprendió a el, haciendo
a la muchachita de veintidós incluso aun mas interesante
a su gusto. “Es loquísimo ahí, pero se la
pasa buenísimo”, insistió, mientras estaban
junto a la cafetera el miércoles. “Pero que es lo
que ponen allá? Chucu-chucu? Dance?” Ella le respondio
con una sonrisa algo demoníaca, alborotándole los
ánimos al pobre muchacho, “Nos encontramos allá
y vera.”
Obviamente accedió, y ahí
estaba plantado él, aguantando un momento de frió
sabanero antes de entrar, detrás de un personaje algo extraño.
Era un bienllamado punketo, con el pelo tan filoso como un cuchillo
para destapar pavos, y con el equivalente a una armadura del medioevo
incrustada en la piel. Pero, Fercho que no se iba a pasar de de
intolerante, no le dio mucha atención. Al fin y al cabo
ya habían llegado a la puerta, donde un “rebotador”
musculoso, por no utilizar el anglosajismo, estaba haciendo señas,
sin siquiera decir palabra, por la cedula y el cover. Bueno, las
cinco lucas las pago Fercho y entro en la oscuridad que pululaba
con humos de toda clase de legalidades, pasando por ese corredor
claustrofóbico, con el techo que subía, las paredes
pintadas de negro de fondo con pintura fluorescente entrecruzada
en el primer plano, expresando onomatopeyas. Kazan!, decía
al lado izquierdo de manera estrepitosa, entro otras cosas.
Pero ahí comenzó Fercho
a preocuparse, pues mientras más se adentraba a las entrañas
de este Dragón, era cada vez mas obvio que este no era
el mismo ambiente en el que él se había educado
en la ciencia del bailar. Lo poco que sabia de ingles le sugería
que el cantante, de voz algo ronca pero capaz de unos alaridos
espectaculares, sospechaba él sobre una mujer que había
traicionado al artista con todo un regimiento, o algo por el estilo.
Al fin, con el señor Reznor, nunca se sabe.
Dio la vuelta a la esquina al final del
pasillo, y se encontró con un espectro de sombras del cual
ningún tono se escapaba. Formas de sofás, sobre
los cuales siluetas igual de oscuras se arrunchaban unas con otras,
veladas por el mismo humo pero con una densidad mucha mayor estaban
a su derecha. Mientras tanto, a su izquierda, focos de luz iluminaban
a los tenderos de las dos barras para que pudieran ejercer sus
funciones dispendiarías. Las paredes también estaban
iluminadas con, en aquellos días, las primeras manifestaciones
de la animación Japonesa en Bogota, pues Teknoman batallaba
en un “loop” de “fast forward” desde un
proyector adherido en el piso. Pero, la multitud, aquel feroz
animal colectivo, solo se podía distinguir por el olor
a ser humano y por precisamente por el vació que de alguna
manera aquellos hombros y caderas lograban imponer sobre la luz
difusa, chupandola en vez de reflejarla.
Rebotaban al compás del escándalo,
torciéndose mientras gritos de furia surgían dentro
de la conflagración, dentro de ese incendio de carne. Pero
no había batalla, no había guerra ahí adentro
mas allá de algunas coses, de algunos empujones que hacían
batir las espaladas contra las paredes, como un mar enardecido
contra un acantilado.
¡Pero, por dios, Fercho no se iba
a meter en eso! Que tal que le metieran la mano y le rompieran
las narices por algún descuido de uno de esos drogos que
estaban en la mitad de ese enredo, o peor, que le cogieran el
reloj, que le sacaran la billetera sin el poder hacer ni un carajo.
No señor, el se fue a parar al borde que lo que se podría
pensar era la pista de baile, sobre la cual se podía ver
la noche alumbrada por la ciudad, apagando las estrellas. Imposible
que Juanita estuviera metida en todo eso, aunque ya había
visto una o dos muchachitas que se forcejeaban en la mitad de
todo ese jaleo. Se paro, se puso a mirar por encima de la gente
que saltaba, que gritaba en imperfecta pero apasionada armonía
con la canción. Nada. Tal vez con un trago podría
relajarse un poco, pensó, mientras buscaba. Se fue a la
barra que le quedaba a la derecha, paso el papel que le entregaron
en la entrada, y antes que le dieran la oportunidad de pedir su
costeña, le dieron un vaso desechable con un liquido amarillento,
oliendo a Güisqui. Pero oler a güisqui era lo único
que tenia aquel licor con relación a aquella bebida milenaria,
porque, con un solo sorbo ahí por probar, supo exactamente
cual era el nombre de aquel alcohol destilado en alguna tina de
fibra de vidrio; Tres Patadas. ¡Hijuemadre que cosa más
ASQUEROSA! Casi se rebota ahí mismo donde estaba parado,
pero el efecto ya se producía, ya sentía como se
le inmiscuía eso entre las venas, como el cerebro comenzó
a zozobra en la repentina subida de marea tormentosa. Paso el
quemón primerazo, y escucho una voz familiar aya en lo
hondo del estomago del Dragón.
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“¡Fercho!”,
lo llamo Juanita, que, abandonando su moda diurna de falda, blusa
y saco de lana, estaba vestida en cuero, camiseta, con el pelo oscuro
cogido en un bulto atrás con unos palitos chinos. La encontró
con la mirada, ahí arriba, encaramada en lo que se suponía
era el escenario para las bandas de Rock, Ska y Punk que a veces
pasaban por ese sitio. Lo estaba llamando con la mano, del otro
lado del Océano. Por cosas de la semi-prendida, pensó
que podría pasar sin mucho peligro cuando se acabara la canción
en curso. Se tomo otro trago de esa pócima para el coraje,
y con los ojos llorosos por el ardor, la mirada puesta sobre la
hembra sonriente, como sirena ella, se metió con el codo
dentro de ese enjambre durante ese momento de silencio.
A los hados no les simpatiza una odisea
tan sencilla.
A mitad de camino, el cual
no podía ser mas de seis metros de largo, mientras pasaba
por detrás del punketo que estaba delante de el en la fila,
y al lado de un muchacho de tez morena, pelo negro, algo rizado,
camiseta de Atari, sudando como una locomotora mientras jadeaba
en el momento de descanso, arranco otra vez la música. La
gente alrededor se puso alerta máxima en un segundo, cantando
un himno que tenían el corazón, pero que Fercho no
alcanzaba a entender. Pasaba por el medio de otro par de engendros
cuando, de un momento a otro todo se puso a volar. Pies, brazos,
todo.
“¡TRECE! ¡¿QUE
TE PARECE?!”
Ahí conoció
Fernando el Pogo por vez primera, sacudido como pelota de caucho,
dándose con los cuerpos calientes, casi amorfos por la violencia
de sus gestos que lo repelían, atrapaban, lo metían
en el centro por ser el único que no se movía con
el impulso de la gente mientras gritaban todos con la misma voz.
Pero el aprendía rápido, con su ritmo en sangre latina,
diluida por la porquería de güisqui que se tomo, comenzó
a unirse a ese ritual, con el pensamiento demostrarle a Juanita,
quien, estaba seguro, se la había hecho con el propósito
de probarlo, a ver si este macho sí servia.
Empezó a seguir la
corriente, a meterse en la ronda, a pelear por su propio espacio
con hombrazos y empujones, mientras forjaba un camino hacia ella.
Ya a punto de coronar, con
un solo metro faltándole, se encontró con un obstáculo
al cual no podía simplemente barrer de lado. Este muchacho
de diecisiete años era un proto-vikingo, con los hombros
anchos, facciones quasi-arias y pelo mono hasta los omoplatos, completamente
armado en Jean.
Aquiles Felipe Gómez
Patterson, al cual su madre europea estuvo a punto de ponerle Hanz,
ya media uno-noventa para esos días. Era un joven de estrato
seis que pretendía ser de estrato dos, sin otro vicio más
que ventilar la furia de su vida reprimida en un colegio de tercera
categoría con precios de primera durante los fines de semana.
Ni siquiera le pedían papeles en la entrada, donde lo conocían
a él y a su amigo, Carlos, como el dúo dinámico.
En la mitad de su trance se encontró con un nuevo contrincante,
con un icono de la sociedad la cual el aborrecía de la tradición
cachaca, ahí pintado en frente de él, tratando de
apartarlo con una carga que ni lo sacudía. En su ceguera,
alimentada por los tres vasados de Tres Patadas que ya se había
tomado, lanzo un desgarrado aullido y se echo encima de Fercho con
todas sus fuerzas.
Fercho ni supo que le acabo
de pasar, volando hacia atrás sin que sus pies tocaran el
concreto desnudo, pegando contra una espalda caliente que le retuvo
momentáneamente y después se fue, como se dice coloquialmente,
de jeta contra el planeta.
“¿Que le pasa
hermano?”, trato de replicar, airado por la desorientada,
la música ahogando su protesta mientras se paraba, pero para
el momento que ya estuvo de pie, el cíclope se esfumo en
el frenesí. Otra vez estaba en la orilla opuesta, lejos de
su objetivo final que se mordía el labio para no echarse
a reír mientras que ella se meneaba sugerentemente en lo
alto de la parte de atrás. Lo vio todo, obviamente, pero
estaba demasiada metida dentro de la música para ayudar a
su pobre victima.
Esa imagen, de la mujer
a lo lejos, burlándose secretamente de el, embellecida por
la pasión animal del baile, llamándolo aun con su
mover y su aletear fue, como se dice, la tapa. Sintió como
la cara se le calentaba, como por mero instinto gruñía
cuando descubrió que él también tenía
esos instintos más allá del merengue y la salsa. No
aguanto más, estallo. Ya no era el mero imitar a estos locos,
con la piedra afuera contra nadie más que si mismo por dejarse
botar así de fácil.
Se metió otra vez en ese zarzal, con la cabeza por delante,
partiendo la multitud como al mar Rojo en tiempos bíblicos,
gritando de tal forma que todos a su alrededor le hicieron coro.
Y de un impulso llego a los pies de Juanita, mientras la gente detrás
se estrellaba como mercurio unos contra otros.
La canción se acabo
ahí mismo, volvió la calma chicha que no iba a durar
un carajo, pero fue lo suficiente como para que ella se acuclillara
y premiara al viajero por sus dificultades con un besazo en toda
la boca, aun con la risa en la voz cuando le hablo.
“Que mas?”
“No, ahí bien.”
“Te gusta el sitio?”
“Esta como bacano.”
Aun riéndose ella,
aun mareado el, se encaramaron los dos allá arriba los dos,
bien juntitos, cuando arranco la música otra vez. Ahora si
tenia él la bendición de Dionisio, pues arranco la
multitud a cantar de nuevo con la música que se sabían
de memoria, pero con una leve adaptación local.
“Abarájame
la bañera, ñera.”, cantaron, y así siguieron.
*Todo
lo que sabemos es que César Mateo González escribe..
y parece hacerlo bien. ¿No?
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