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99.1
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¡Kazán!
César Mateo González

Ahí estaba él, Fernando Alfonso Suárez, haciendo fila después de haber parqueado su 323 Mazda de tercera, o de cuarta mano en uno de los mínimos, carísimos parqueaderos de la ochenta y dos con trece. Eran ya las diez de la noche, el ambiente de la zona rosa en aquella noche del ’97 estaba prendida ya, llegando a la cúspide de su espíritu de eterno, desgarrado carnaval a Bachuus. Estaba Fercho bien vestido, con el típico atuendo de estrato cinco comprado con sueldo de estrato tres; camiseta Polo, de marca como lo comprobó antes de pagarle al tendero ahí, perdido en la jungla comercial del San Andresito original, con jeans de un mes de viejos pero gastados con piedra pómez y una tarde de esfuerzo. También tenia esos cachivaches que se pueden comprar en la calle; una pulserita hecha a mano, una cadena lavada en oro con un pendiente de cupido de plata, ese tipo de cosas.

Estaba allí, dos cuadras de la quince, haciendo fila para entrar en un chuzo de puerta estrecha, arrinconado entre dos edificios con un pasillo que se perdía hacia el fondo en la penumbra, sin anuncios de neon o siquiera un nombre pintado arriba de la puerta. Aun así, en ese anonimato, para entrar a aquel bar era asunto de casi media hora, pero el esfuerzo, en lo que a Fercho le concernía, era completamente justificable. Juana Maria Velásquez, acabada de entrar en la oficina donde Fercho trabajaba de una especie de escribano moderno, había caído en sus trampas de aguilucho amoroso, y le propuso un encuentro en horas extra-ocupacionales aquel fin de semana. Era a un lugar que el no conocía, llamado Kaliman, pero al que Juanita no podía recomendar de manera mas enfática.

“Es del putas”, dijo ella, sin mucho pudor, cosa que lo sorprendió a el, haciendo a la muchachita de veintidós incluso aun mas interesante a su gusto. “Es loquísimo ahí, pero se la pasa buenísimo”, insistió, mientras estaban junto a la cafetera el miércoles. “Pero que es lo que ponen allá? Chucu-chucu? Dance?” Ella le respondio con una sonrisa algo demoníaca, alborotándole los ánimos al pobre muchacho, “Nos encontramos allá y vera.”

Obviamente accedió, y ahí estaba plantado él, aguantando un momento de frió sabanero antes de entrar, detrás de un personaje algo extraño. Era un bienllamado punketo, con el pelo tan filoso como un cuchillo para destapar pavos, y con el equivalente a una armadura del medioevo incrustada en la piel. Pero, Fercho que no se iba a pasar de de intolerante, no le dio mucha atención. Al fin y al cabo ya habían llegado a la puerta, donde un “rebotador” musculoso, por no utilizar el anglosajismo, estaba haciendo señas, sin siquiera decir palabra, por la cedula y el cover. Bueno, las cinco lucas las pago Fercho y entro en la oscuridad que pululaba con humos de toda clase de legalidades, pasando por ese corredor claustrofóbico, con el techo que subía, las paredes pintadas de negro de fondo con pintura fluorescente entrecruzada en el primer plano, expresando onomatopeyas. Kazan!, decía al lado izquierdo de manera estrepitosa, entro otras cosas.

Pero ahí comenzó Fercho a preocuparse, pues mientras más se adentraba a las entrañas de este Dragón, era cada vez mas obvio que este no era el mismo ambiente en el que él se había educado en la ciencia del bailar. Lo poco que sabia de ingles le sugería que el cantante, de voz algo ronca pero capaz de unos alaridos espectaculares, sospechaba él sobre una mujer que había traicionado al artista con todo un regimiento, o algo por el estilo. Al fin, con el señor Reznor, nunca se sabe.

Dio la vuelta a la esquina al final del pasillo, y se encontró con un espectro de sombras del cual ningún tono se escapaba. Formas de sofás, sobre los cuales siluetas igual de oscuras se arrunchaban unas con otras, veladas por el mismo humo pero con una densidad mucha mayor estaban a su derecha. Mientras tanto, a su izquierda, focos de luz iluminaban a los tenderos de las dos barras para que pudieran ejercer sus funciones dispendiarías. Las paredes también estaban iluminadas con, en aquellos días, las primeras manifestaciones de la animación Japonesa en Bogota, pues Teknoman batallaba en un “loop” de “fast forward” desde un proyector adherido en el piso. Pero, la multitud, aquel feroz animal colectivo, solo se podía distinguir por el olor a ser humano y por precisamente por el vació que de alguna manera aquellos hombros y caderas lograban imponer sobre la luz difusa, chupandola en vez de reflejarla.

Rebotaban al compás del escándalo, torciéndose mientras gritos de furia surgían dentro de la conflagración, dentro de ese incendio de carne. Pero no había batalla, no había guerra ahí adentro mas allá de algunas coses, de algunos empujones que hacían batir las espaladas contra las paredes, como un mar enardecido contra un acantilado.

¡Pero, por dios, Fercho no se iba a meter en eso! Que tal que le metieran la mano y le rompieran las narices por algún descuido de uno de esos drogos que estaban en la mitad de ese enredo, o peor, que le cogieran el reloj, que le sacaran la billetera sin el poder hacer ni un carajo. No señor, el se fue a parar al borde que lo que se podría pensar era la pista de baile, sobre la cual se podía ver la noche alumbrada por la ciudad, apagando las estrellas. Imposible que Juanita estuviera metida en todo eso, aunque ya había visto una o dos muchachitas que se forcejeaban en la mitad de todo ese jaleo. Se paro, se puso a mirar por encima de la gente que saltaba, que gritaba en imperfecta pero apasionada armonía con la canción. Nada. Tal vez con un trago podría relajarse un poco, pensó, mientras buscaba. Se fue a la barra que le quedaba a la derecha, paso el papel que le entregaron en la entrada, y antes que le dieran la oportunidad de pedir su costeña, le dieron un vaso desechable con un liquido amarillento, oliendo a Güisqui. Pero oler a güisqui era lo único que tenia aquel licor con relación a aquella bebida milenaria, porque, con un solo sorbo ahí por probar, supo exactamente cual era el nombre de aquel alcohol destilado en alguna tina de fibra de vidrio; Tres Patadas. ¡Hijuemadre que cosa más ASQUEROSA! Casi se rebota ahí mismo donde estaba parado, pero el efecto ya se producía, ya sentía como se le inmiscuía eso entre las venas, como el cerebro comenzó a zozobra en la repentina subida de marea tormentosa. Paso el quemón primerazo, y escucho una voz familiar aya en lo hondo del estomago del Dragón.

“¡Fercho!”, lo llamo Juanita, que, abandonando su moda diurna de falda, blusa y saco de lana, estaba vestida en cuero, camiseta, con el pelo oscuro cogido en un bulto atrás con unos palitos chinos. La encontró con la mirada, ahí arriba, encaramada en lo que se suponía era el escenario para las bandas de Rock, Ska y Punk que a veces pasaban por ese sitio. Lo estaba llamando con la mano, del otro lado del Océano. Por cosas de la semi-prendida, pensó que podría pasar sin mucho peligro cuando se acabara la canción en curso. Se tomo otro trago de esa pócima para el coraje, y con los ojos llorosos por el ardor, la mirada puesta sobre la hembra sonriente, como sirena ella, se metió con el codo dentro de ese enjambre durante ese momento de silencio.

A los hados no les simpatiza una odisea tan sencilla.

A mitad de camino, el cual no podía ser mas de seis metros de largo, mientras pasaba por detrás del punketo que estaba delante de el en la fila, y al lado de un muchacho de tez morena, pelo negro, algo rizado, camiseta de Atari, sudando como una locomotora mientras jadeaba en el momento de descanso, arranco otra vez la música. La gente alrededor se puso alerta máxima en un segundo, cantando un himno que tenían el corazón, pero que Fercho no alcanzaba a entender. Pasaba por el medio de otro par de engendros cuando, de un momento a otro todo se puso a volar. Pies, brazos, todo.

“¡TRECE! ¡¿QUE TE PARECE?!”

Ahí conoció Fernando el Pogo por vez primera, sacudido como pelota de caucho, dándose con los cuerpos calientes, casi amorfos por la violencia de sus gestos que lo repelían, atrapaban, lo metían en el centro por ser el único que no se movía con el impulso de la gente mientras gritaban todos con la misma voz. Pero el aprendía rápido, con su ritmo en sangre latina, diluida por la porquería de güisqui que se tomo, comenzó a unirse a ese ritual, con el pensamiento demostrarle a Juanita, quien, estaba seguro, se la había hecho con el propósito de probarlo, a ver si este macho sí servia.

Empezó a seguir la corriente, a meterse en la ronda, a pelear por su propio espacio con hombrazos y empujones, mientras forjaba un camino hacia ella.

Ya a punto de coronar, con un solo metro faltándole, se encontró con un obstáculo al cual no podía simplemente barrer de lado. Este muchacho de diecisiete años era un proto-vikingo, con los hombros anchos, facciones quasi-arias y pelo mono hasta los omoplatos, completamente armado en Jean.

Aquiles Felipe Gómez Patterson, al cual su madre europea estuvo a punto de ponerle Hanz, ya media uno-noventa para esos días. Era un joven de estrato seis que pretendía ser de estrato dos, sin otro vicio más que ventilar la furia de su vida reprimida en un colegio de tercera categoría con precios de primera durante los fines de semana. Ni siquiera le pedían papeles en la entrada, donde lo conocían a él y a su amigo, Carlos, como el dúo dinámico. En la mitad de su trance se encontró con un nuevo contrincante, con un icono de la sociedad la cual el aborrecía de la tradición cachaca, ahí pintado en frente de él, tratando de apartarlo con una carga que ni lo sacudía. En su ceguera, alimentada por los tres vasados de Tres Patadas que ya se había tomado, lanzo un desgarrado aullido y se echo encima de Fercho con todas sus fuerzas.

Fercho ni supo que le acabo de pasar, volando hacia atrás sin que sus pies tocaran el concreto desnudo, pegando contra una espalda caliente que le retuvo momentáneamente y después se fue, como se dice coloquialmente, de jeta contra el planeta.

“¿Que le pasa hermano?”, trato de replicar, airado por la desorientada, la música ahogando su protesta mientras se paraba, pero para el momento que ya estuvo de pie, el cíclope se esfumo en el frenesí. Otra vez estaba en la orilla opuesta, lejos de su objetivo final que se mordía el labio para no echarse a reír mientras que ella se meneaba sugerentemente en lo alto de la parte de atrás. Lo vio todo, obviamente, pero estaba demasiada metida dentro de la música para ayudar a su pobre victima.

Esa imagen, de la mujer a lo lejos, burlándose secretamente de el, embellecida por la pasión animal del baile, llamándolo aun con su mover y su aletear fue, como se dice, la tapa. Sintió como la cara se le calentaba, como por mero instinto gruñía cuando descubrió que él también tenía esos instintos más allá del merengue y la salsa. No aguanto más, estallo. Ya no era el mero imitar a estos locos, con la piedra afuera contra nadie más que si mismo por dejarse botar así de fácil.
Se metió otra vez en ese zarzal, con la cabeza por delante, partiendo la multitud como al mar Rojo en tiempos bíblicos, gritando de tal forma que todos a su alrededor le hicieron coro. Y de un impulso llego a los pies de Juanita, mientras la gente detrás se estrellaba como mercurio unos contra otros.

La canción se acabo ahí mismo, volvió la calma chicha que no iba a durar un carajo, pero fue lo suficiente como para que ella se acuclillara y premiara al viajero por sus dificultades con un besazo en toda la boca, aun con la risa en la voz cuando le hablo.

“Que mas?”

“No, ahí bien.”

“Te gusta el sitio?”

“Esta como bacano.”

Aun riéndose ella, aun mareado el, se encaramaron los dos allá arriba los dos, bien juntitos, cuando arranco la música otra vez. Ahora si tenia él la bendición de Dionisio, pues arranco la multitud a cantar de nuevo con la música que se sabían de memoria, pero con una leve adaptación local.

“Abarájame la bañera, ñera.”, cantaron, y así siguieron.

*Todo lo que sabemos es que César Mateo González escribe.. y parece hacerlo bien. ¿No?

 

 
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