"Baby
you can drive my car
and maybe I'll love you
The Beatles, Drive my car"
¿Quién que pase de los 25
no soñó alguna vez con ser Michael J. Fox en su
máquina del tiempo DeLorean de Volver al Futuro, Tom Selleck
y su Ferrari 308 de Magnum PI o en el peor, pero no por ello menos
deseable de los casos, el Taxista Millonario y su nuevo Dodge
Alpine 1978?
A lo largo y ancho de los primeros años de mi existir terreno,
mis pueriles manos juguetearon con variados modelos a escala de
automotores de diversas y muy reputadas marcas: Tonka, Majorette,
Matchbox o Sólido, como vaticinando lo que mis condiscípulos
y yo suponíamos sería nuestro porvenir como ciudadanos
responsables.
Se trata de un determinismo forzado del
que somos satisfechas e indefensas víctimas desde la más
tierna de las edades: las pequeñas damas son ofrendadas
con muñecas, los futuros hombres de bien con carros. Es
el sacro ritual de iniciación en la vida adulta.
Hay desde entonces una selecta minoría
de preadolescentes privilegiados a quienes sus progenitores permiten
conducir durante reducidos tramos del trayecto hacia la finca
de recreo, por lo general cuando la voluntad paterna se ha reblandecido
gracias a la euforia etílica provocada por la ingesta de
aguardiente. No son pocos los lunes en donde les oímos
ufanarse a manos llenas de tan heroicos acontecimientos.
Recuerdo bien como, a la angustia de los
insectos hematófagos, las piscinas contaminadas por deyecciones,
el Menticol y el insoportable clima que impera en la ruta hacia
Melgar o Girardot se sumaba la presencia de un vehículo
amarillo destrozado y enarbolado a lo alto en algún lugar
de la carretera, como advertencia en contra del exceso de velocidad,
con el intimidante lema: Lea la Biblia. Muchos jovenzuelos, no
obstante, asumían el riesgo.
Pero yo, que debo reconocer en mi señora
madre toda suerte de indecibles cualidades excepto la de haber
impartido seguridad en mí a la hora de ejecutar labores
de responsabilidad mecánica, no hice, gracias a sus asustadizos
oficios, parte de la cofradía de precoces chóferes.
Aun recuerdo cuando ella, contra todos
sus temores, hizo el noble intento de enseñarme a conducir
su Renault 12 cereza en los baldíos terrenos hoy ocupados
por la Carrera 11 y el conjunto residencial ERA 2000. Y me sobreviene
la imagen de su rostro horrorizado ante la posibilidad de ver
a su único descendiente convertido en homicida involuntario
por haber colisionado con un desdichado anciano que, para ser
sincero, estaba a unos doscientos metros de nosotros. Mi velocidad
de aprendiz era la decimoquinta parte de la desarrollada por Morgan
Freeman en Driving Miss Daisy.
Permanece también diáfana
la imagen benefactora, apacible y maestril de mi abuelito, intentando
adentrarme, sin éxito alguno, en los rudimentos de la mecánica
automotriz de su Datsun 280 último modelo.
Desde allí quedó demarcada
la dolorosa diferencia entre quienes conducen y quienes no, haciéndome
saber de paso que estos últimos seremos condenados para
siempre y sin posibilidad de redención alguna al ostracismo,
la mofa y la exclusión social permanentes, como si fuésemos
culpables del más deleznable de los analfabetismos, y como
si algún analfabeto fuera acaso responsable por su dolorosa
condición.
Es un estado cuyos traumatismos colaterales
resultan peores para los representantes del género masculino.
Y no trato de sonar machista. Después de todo creo que
existen pocas cosas más antieróticas a los ojos
de la mujer occidental que un hombre no conductor y que no hay
nada más bochornoso al ser adolescentes que concurrir a
fiesta alguna en un vehículo manejado por nuestros padres.
Ya para cuando se avecinan los 16, llega
la hora de medir fuerzas mediante el rito de tramitación
y tenencia de la ansiada licencia para conducir. Los más
osados, que son muchos, ya dominan para entonces el arte de maniobrar
el vehículo sin traumatismo alguno, mientras que otros
frisamos con vergüenza los confines de la ignorancia absoluta
a tal respecto.
Empiezan desde allí a esbozarse
las que serán palabras dolorosas repetidas como mantra
de humillación: ¿A usted ya le sueltan el carro?
¿Usted todavía no sabe manejar? ¿No le da
oso?
Quienes para entonces ya de sobra conocen
los artilugios supremos del manejo, que son muchos, obtienen sin
dilación la ansiada licencia apelando a toda suerte de
ardides burócratas y a una póliza signada por sus
padres, obviando el oneroso requisito de las lecciones en academias
de conducción. Los restantes debemos someternos a un vergonzante
trasegar neófito por las calles junto a un instructor en
un vehículo cuyo estado es harto precario y que, para agravar
las cosas, exhibe el oprobioso cartel de letras muy visibles que
en conjunto rezan: Enseñanza.
Yo mismo viví tan bochornosa experiencia
en la academia de conducción Auto Lemans. ¡Qué
martirio! A manera de salón de clases rodante se me asignó
un Monza Classic con serios problemas de carburación, lo
que impedía un normal desplazamiento y a la vez desencadenaba
las burlas malintencionadas de los demás conductores. Yo,
desvalido e inseguro, me preguntaba por qué demonios no
oscurecen los vidrios de los automóviles destinados al
pedagógico fin. Esto sumado por supuesto a las interminables
horas teóricas acerca de mecánica automotriz. Con
suerte, y muy a pesar de la previa estipulación de la obligatoriedad
en la asistencia a todas las lecciones, conseguí evadir
el compromiso académico.
Al final, pese a haber sido aprobado en
el examen definitivo, de haber recibido de manos del equipo docente
de Auto Lemans el documento que me acreditaba como alguien capacitado
para tal fin y de haber tramitado una licencia en el Automóvil
Club de Colombia, nunca aprendí a conducir un vehículo,
o al menos no a hacerlo cuando hay otros alrededor del mío.
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Aunque
en muchas oportunidades lo intenté, casi siempre mis
ingentes esfuerzos culminaban en triste forma, estrellando el auto
de mi madre contra las columnas del aparcadero del edificio en donde
por entonces residía, siendo víctima de las injurias
o burlas por parte de los demás conductores debido a mi torpeza,
o estrellándome en dos autos distintos con tan solo un día
de diferencia.
Por cierto, en una de las
mencionadas oportunidades tuve la desgracia de golpear el carruaje
propiedad de un pintor excéntrico quien, a cambio de perdonar
los daños sufridos por su camioneta Subaru, intentó
convidarme en sendas ocasiones a su domicilio para alivianar las
cargas mediante un sistema de canje en especie que aún no
comprendo a cabalidad y que quisiera no entender jamás.
Hoy, doce años después
de haber sido galardonado con el inmerecido permiso para conducir
me es más que difícil tolerar la pose de interesantes
ejercida por los seres humanos al maniobrar sus vehículos.
Todos son desde que se apostan en el trono automovilístico,
poseídos por un extraño halo de grandeza, y poderío,
todo ello sin importar que un palillo penda de su boca limpiando
los residuos de filete de sus premolares o que mientras aguardan
por la luz verde, sus índices recorran con sevicia las fosas
nasales en busca de sano divertimento.
Es como si una indestructible
fortaleza fuese otorgada al conductor por la máquina, cual
si ésta fuese su prótesis libertaria. Entonces se
saben capaces de maltratar e imprecar a cuanto andariego desprevenido
se atraviese a su paso como reafirmando su magnificencia ante los
demás conductores o sus compañeros de travesía.
De hecho hoy veo con sorpresa los descomunales precios de, incluso,
el más paupérrimo de los automóviles y me siento
fastidio al entender la tenencia de un carro como emblema de clase.
No conduzco automóviles
pues detesto la idea de siquiera imaginarme a un chofer ubicado
tras de mí castigando mis tímpanos con su pito, la
de tener a un copiloto consejero criticando mi escasa pericia o
la de aguantar jesucristianamente los odiosos clamores de mis vecinos
de ruta por causa de mi inexistente habilidad. Ni hablar de los
embotellamientos de tráfico.
Nada más insoportable
que aquella estirpe de sedentarios recalcitrantes para quienes la
permanencia del carro en el taller se constituye en drama irresoluble
y en decisión inalterable de no salir de su casa en tanto
la situación no se normalice.
Envidio, y lo confieso,
el no haber hecho parte de quienes adoptaron la norteamericana costumbre
de transformar a las sillas traseras del automóvil en tálamo
nupcial sobre ruedas. No es nada extraño escuchar la impúdica
frase: A un hombre que maneje una 4 X 4 yo se lo doy. Pero al mismo
tiempo veo en esta postura una visión en extremo unidimensional
de lo que la masculinidad representa.
¿Y qué hay
de las indescifrables charlas sobre minucias mecánicas o
especificaciones técnicas de determinadas marcas de vehículos?
Pocas cosas tan aburridas como oír a dos expertos quienes
en calidad de orgullosos depositarios únicos de un dialecto
ultraconfidencial suelen disertar a todas voces en la forma siguiente:
-¿Usted cree que
con 20 válvulas hay un mejor llenado de cilindros?
-¡Que cosa mas ridícula!
Para eso se hizo el turbo, que a través de un compresor infla
el motor garantizando un total llenado de los cilindros.
-¿Y de qué
le sirve tener un turbocompresor, cuando es mejor conseguir un llenado
óptimo con un supercargador? Así no necesita los gases
de escape para mover los alabes dentro de un compresor.
¿Quién puede
llenar las llantas de su auto de aire en un taller sin padecer de
razonable desconfianza? Todo auto tarde o temprano demanda una o
varias tormentosas visitas a un mecánico cuya credibilidad
puede ponerse a todas luces en tela de juicio, dado lo incomprensible
de sus argumentos. El incauto cliente, sin embargo, procura ocultar
su absoluta ignorancia haciendo preguntas inteligentes.
-Vea chino: el tiro es que
la valvulina no se riegue sobre el chicler de mínima porque
el carro le empieza a corcovear. ¿Sí le pilla el corcoveo?
Ese es el mordisqueo de los dientes de la hidráulica. Pero
es que lo grave es que eso puede joder el jéder.
-¿Cómo así?
-No le pare bolas a eso
hermano. Le pone teflón y si quiere un poquito de epóxica
y sale. Yo le hago ese trabajo, pero por fuera de la mano de obra
del taller.
-Listo. ¡Uy, vea!
¿Qué pasó acá?
-Fresco que eso es normal:
el chirrimaiter se ajusta a la ventaviola al principio pero después
el carro le queda bien inclusive. Eso sí pilas porque acabamos
de soldar la cotopla del mofle y si mueve el carro brusco se le
puede dañar el cáster y el cámber.
Así pues, creo que
me iré de la tierra sin graduarme como conductor. Hoy, debo
confesarlo, soy usuario asiduo del servicio de taxis a domicilio
ofrecido por muchas empresas. En otras oportunidades hago las veces
de copiloto en Sali, el amable Chevrolet Sprint de Susana. Él
–en forma amable y asaz desinteresada- ha tenido a bien conducirnos
a avanzadas horas por los predios de la gélida sabana y llevarnos
a algún supermercado abierto 24 horas para saciar nuestro
capricho por consumir Gudiz, que ya no son de Jack’s’Snacks.
A veces me pregunto
qué sería de mi vida si hoy, a la avanzada edad de
28 años me hubiese unido al sinnúmero de conductores
que con sus autos atiborran las calles de mi natal ciudad. Me consuelo
pensando que al final, mezclar alcohol y automóviles es la
peor de las decisiones y si tengo que escoger entre ambos hábitos
me quedo con el primero. En las tardes de lluvia veo a los automóviles
pasar gallardos frente a mí, mojándome con acuoso
barro citadino. En otras quisiera llegar muy lejos y no dispongo
del estipendio requerido para cancelar la tarifa correspondiente
al servicio de taxis, por lo que me resigno a mi suerte. Entonces
me imagino conduciendo alguna berlina, sedán o camioneta
por las avenidas bogotanas y pienso si en realidad se justifica
tamaño suplicio a cambio de una satisfacción tan espuria.
Creo que no.
*Andrés
Ospina es codirector y cofundador de La Silla Eléctrica.
La cerveza, The Beatles, la radio y Bogotá se encuentran
entre sus mayores intereses
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