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Un paseo por la ciudad
Sergio Roncallo Dow

Nunca pensó que el efecto del alcohol que había ingerido pudiese durar tanto. Miró por tercera vez hacia la calle y observó la gran vida que allí se suscitaba; la imagen le resultó un tanto grotesca y resolvió volver a la muerte de su departamento. Caminó. Fue hacia el gran espejo de marco dorado que colgaba en la pared del vestíbulo y vio su volcánica imagen reflejada en él; no quiso seguir mirando y volvió a su alcoba a morir un poco, un poco más.

Habían pasado ya tres meses, más exactamente noventa y dos días, ocho horas y cuarenta y tres minutos desde aquel día en que había estado vivo por última vez. Recordaba con cierta melancolía morbosa aquellos días ya pasados, días etéreos y tal vez soleados.

Era extraño pero cotidiano a la vez tener esos viajes al pasado y contemplarlos como si estuviesen detrás de una vitrina, una vitrina protegida por un cristal muy grueso pero al mismo tiempo límpido y transparente que no permitía al espectador perder el menor detalle; era una gran película, deliciosa, a veces amarga, muchas veces de espanto.

La figura hermosa y delicada de Laura se paseaba por la realidad de su departamento, cantando y hablando como era lo usual; sonriente y comprensiva como no suelen serlo las mujeres, discreta y universal como no suelen serlo los seres humanos.

Su piel era blanca y suave al tacto, parecía una de esa telas que sólo se ven en los relatos del lejano oriente, su cuerpo creaba una forma perfecta y simple. Siempre había estado allí, demasiado viva, oyendo sus palabras que siempre estaban llenas de vacío, desbordantes de ironía y perfumadas de alcohol.

Laura estaba allí, para vivirlo y besarlo, para amarlo y odiarlo, pero sobre todo para sentirlo; sentirlo como a un vivo, como a un monstruo y algunas veces como a un hombre.

Así era aquella realidad de su departamento, con un ambiente perennemente enrarecido, en un principio por el verano, seguido de un eterno invierno que parecía no querer abandonarlo. El frío intenso se apoderaba de cada uno de los objetos allí presentes, sus muebles, sus cuadros, sus botellas, sus papeles: sus cuentos y novelas inconclusas.

Tal vez el frío intenso era una realidad sólo en su recinto, así que decidió salir a la turbia y grotesca ciudad que hace un rato había visto por la ventana; atravesó ligeramente la pesada puerta metálica y se dirigió hacia la calle. Todo estaba vivo y en movimiento: autobuses, animales, hombres, mujeres, niños y, esporádicamente, algún ser humano. Comenzó a caminar lentamente, observando y valorando, como si nunca hubiese visto lo que allí se suscitaba.

El increíblemente largo efecto del alcohol no parecía abandonarlo y súbitamente sintió el deseo de acercarse a alguien y tomar un poco de su vida. Todavía, decidió que fuese quien fuese la persona a la cual decidiese acercarse, no lo vería, por lo tanto desechó la idea y prefirió continuar la marcha por las grises y coloridas calles.

La realidad afuera era del todo distinta al mortecino encanto de su departamento. Aquí no se engendraban los colores amarillos y ocres que él tenía que ver cada amanecer, los pisos eran pétreos y tal vez lánguidos, los seres vivos se movían a gran velocidad a sus costados y denotaban cierta alegría, que de modo inverosímil se mezclaba con las luces propias de la época y con los sonidos que emanaban de las tiendas acompañados por tenues disonantes acordes de música navideña.

Esta sórdida felicidad hizo que volviera a la mente del caminante la figura de Laura. Esta vez no estaba en su departamento sino en una piscina, su cuerpo estaba casi completamente descubierto, su rostro estaba radiante y la fuerte luz del sol veraniego resaltaba de manera helénica el contraste de su piel blanca, su pelo castaño y sus ojos verdes, profundos y enigmáticos.

Conversaba mientras nadaba y jugaba con el agua clorada y artificial de la piscina, sin embargo el simple hecho de que su cuerpo se encontrase dentro de ella convertía el humano y azulado líquido en algo natural y transparente, igual que sus ojos y su piel.

Habían sido muchos días los que habían trascurrido sin Laura, pero ahora la soledad era inevitable.

Súbitamente alzó la mirada y vio ese edificio donde una vez pasaban sus días, recordó la figura inexistente de Santiago, su jefe y amigo; recordó los muchos ocasos que habían vivido juntos, acompañados de una botella de vodka y millones de letras; recordó las ligeras puertas que clausuraban las oficinas y que nunca llegaron a constituir pequeñas realidades. Dudó un momento pero finalmente decidió seguir su camino, no le pareció prudente seguir inmerso en su pasado, en sus recuerdos, en su propia vida.

Mientras se alejaba del viejo edificio le pareció oír la voz del vigilante saludándolo; no se volteó, era imposible que realmente le hubiese visto, además el inagotable efecto etílico que invadía su espíritu podía hacerle ver, oír y sentir cosas que realmente no existían, igual que él.

 

 

El camino seguía su curso, guiándolo por los inagotables laberintos citadinos y cada esquina que doblaba le traía a la cabeza inagotables y extintos recuerdos: vagos, sórdidos, infinitos.

La existencia se había hecho tortuosa y efímera como las grandes columnas de humo que salían vertiginosamente por las chimeneas de los edificios más altos de la gran ciudad. El caminante se sentía transparente e ilegible en ese momento; los acordes navideños continuaban haciendo eco en sus oídos, recodándole viejas paredes, viejos olores a pino y nauseabundos recuerdos de infancia. Allí. Su mente se detuvo años atrás, cuando aún era un niño, un pequeño caminante que deambulaba por los bosques de pino que rodeaban la casa de su padre, un hombre alto y fuerte, lleno de vida pero rebosante de muerte. Cada día salía muy temprano de la cabaña y se internaba en el bosque hasta que su figura desaparecía entre los árboles.

Al quedarse solo, la humanidad del pequeño se satanizaba y transcurría largas jornadas frente a los papeles, escribiendo, pensando, viajando y, algunos, días muriendo.

Después de la fuga momentánea la ciudad se hizo de nuevo presente, recordándole que su padre, los pinos y la niñez ya habían desaparecido, que se encontraban en el lugar más apartado de ese mundo que se encontraba tras el grueso cristal.

Al pasar esta sintética desilusión una voz que parecía viajar desde un lugar muy cercano dijo:

- ¡Vicente!

El caminante volteó su cabeza y vio la figura hermosa, delgada y universal de Laura que se acercaba a él con una sonrisa desdibujada en su rostro.

- Hola Laura –dijo Vicente
- Hola.
- Han sido tres meses.
- No – dijo ella – Han sido noventa y dos días, nueve horas y veinticuatro minutos desde la última vez.
- ¿Qué haces aquí? ¿Cómo me has encontrado?
Laura abrió los ojos con ternura y tocó a Vicente. Estaba frío y pálido como siempre, pero a la vez fresco y suave.
- He estado en tu departamento y supuse que habrías salido a caminar, es necesario hacerlo, especialmente en este momento.
- Tienes razón – dijo Vicente tomándole la mano.
Caminaron juntos mucho tiempo, hasta que se hizo de noche y las luces de muchos colores redefinieron la realidad de la ciudad.
- ¿Recordaste los días rodeados de pinos?
- Sí, lo hice.
- ¿Por qué?
- No lo se, mi padre, los pinos, los viajes, todo llegó de repente a mi cabeza. Fue algo inconsciente.
- ¿El alcohol? – preguntó Laura apretando la mano de Vicente.
- Aún está presente, nunca pensé que pudiese durar tanto.
- Tal vez demasiado – dijo Laura – Cuando estuve en tu departamento bebí lo que quedaba en la botella.
- Está bien – respondió el caminante – De cualquier forma, nadie más habría podría haberlo bebido.
- No ha sido un trago amargo – dijo la muchacha mientras elevaba la mirada hacia las luces rojas y amarillas y azules y verdes que colgaban de los edificios citadinos.

Los caminantes siguieron su camino confundiéndose en la gran marea de seres vivos que transitaba por las calles cantando, gritando, comprando sus regalos, sosteniendo una existencia efímera como los días soleados, como los jardines verdes; efímera como las ilusiones y las desilusiones.

Las máscaras de fugitiva realidad continuaban rodeando la espectral imagen de unos caminantes que lentamente desaparecían, dirigiéndose a un lugar que probablemente sólo ellos conocían y donde solamente ellos estarían a gusto.

Posiblemente era un lugar lejano y claro, pero no de la manera fugaz y aparente con la cual habían tenido siempre que enfrentar la felicidad y la tranquilidad.
Caminaron y caminaron hasta desaparecer entre la multitud, las luces y la oscuridad de la noche navideña.

Hacia las nueve de la mañana un automóvil de la policía seguido de una gran ambulancia blanca se detuvo en frente del edificio donde Vicente tenía su departamento. Rápidamente dos oficiales se bajaron acompañados por dos enfermeros. Permanecieron dentro quince o veinte minutos; cuando salieron los enfermeros llevaban a alguien en una camilla, totalmente cubierto, y se apresuraban a subir con otra vacía.

- ¿Qué sucede? – preguntó un vecino a un oficial que hablaba por radio en la patrulla,
- Ha sido una llamada – respondió – Al parecer un suicido doble. Lo más extraño es que uno de los cuerpos lleva allí alrededor de tres meses y el otro nada más unas pocas horas.

*Sergio Roncallo Dow es filósofo, músico y escritor. Entre sus innumerables aportes a la cultura se encuentran Pollito Chicken, reconocida banda bogotana, Los Gemelos Fantásticos y, más recientemente, Los Pusilánimes y los Hermanos precarios. Por si esto fuera poco Sergio es colaborador ad honorem de La Silla Eléctrica como productor musical, locutor y escritor.

 

 
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