Es evidente la invasión
de cierta tendencia musical, ya sea denominada como reggaetón,
regguetón o reguetón, en los espacios de entretenimiento
como bares y sitios de encuentro e interacción social,
o incluso es evidente la forma como dicho movimiento ha ido desplazando
a otros más tradicionales en la radiodifusión hasta
tal punto que algunas emisoras han llegado a autodenominarse ‘oficiales’
en cuanto a este tipo de música, saturando el ambiente
sonoro del transporte público.
Debo decir sin embargo, que muchos de
los ataques que se le hacen a tal tipo de música más
que desconsiderados, resultan degradantes no para este tipo de
música en sí, sino para sus detractores. Resulta
que cualquiera de los argumentos con los que se pone en tela de
juicio el bajo contenido cultural, la obscenidad de su baile o
la degradación pseudo-machista con la que se etiqueta al
reguetón, estaba en la cabeza de cualquier padre que velaba
por la integridad moral de sus hijos o hijas en mitad del siglo
pasado, cuando cierto sonido conocido como rock and roll empezaba
a aparecer de forma más contundente en la escena musical.
Las voces nasales de ahora no distan mucho
de ciertos alaridos que emocionaban a nuestros padres, y las letras
incipientes de los nuevos sonidos no resultan más intrascendentes
que ciertos coros como ‘baby, baby, baby’ que empezaban
a sonar hace medio siglo. Irónicamente, para las personas
que en este momento escuchan y citan en sus conversaciones a tales
agrupaciones, se les puede considerar ‘cultos’, pues
se preocupan por los orígenes y la historia de una muestra
cultural. Mi teoría, la cual queda a consideración
del lector, es que en gran medida esta discriminación se
debe en gran parte debido a los orígenes de cada manifestación
musical. Podríamos clasificar al reguetón como una
música ‘plebeya’, pese a que por razones culturales
en realidad es mucho más cercana a lo que a nuestro patrimonio
se refiere; es como cuando nos avergonzamos de nuestros parientes
pobres por el hecho de no mostrar la categoría inherente
a la familia.
Si fuera por cuestión de gustos
personales, en cuanto a mí se refiere, muchas cosas saldrían
de la programación en cuanto a radiodifusión pública
se refiere; entre tales el rap cuyas actitudes y características
no son muy diferentes del tan citado reguetón, al igual
que seguramente la gran mayoría de agrupaciones de rock
contemporáneo, las cuales realizan sus composiciones casi
a partir de datos estadísticos más que por creatividad
y esfuerzo, junto con una buena porción de ‘clásicos’
entre los cuales se encuentran también la mayoría
de las agrupaciones que la mayoría de la gente interesada
en los orígenes del rock solicita casi como cliché
en los espacios en los que se le permite al radioescucha programar
la música.
Es irónico que esas mismas personas
que se precian de su interés y buen gusto musical, no abran
su repertorio a más que Led Zeppelin, Pink Floyd, The Doors,
Rata Blanca, ‘paint it black’, los Héroes y
Bunbury y las otras diez o quince agrupaciones que los especialistas
de la época connotaron en forma casi épica desde
sus orígenes; cuesta pensar que a las personas de mente
abierta termine gustándoles exactamente lo mismo a todos,
pese a promulgar una actitud de pensamiento independiente.
Si la gente considera a dichas agrupaciones
clásicas como ‘buenas’ será por alguna
razón, y pese a que a mí no me guste el vallenato,
cuando alguien que lleva toda la vida escuchando vallenatos me
dice que cierto personaje le pone corazón a sus composiciones
y le hace sentir ciertas emociones, le creo aunque a mí
no me guste. Creo que si alguien logra cierta empatía con
lo que cierto tipo de música representa, y reconoce que
como en cualquier género musical hay cosas que se hacen
con criterio y otras que no, le creo.
Me parece que en vez de etiquetar cierto
tipo de música como vulgar por el hecho que no nos guste,
es más acertado reconocer que corresponde a una mera cuestión
de gustos, y que cualquier calificativo que se le dé a
una composición por pertenecer a cierto género se
puede aplicar a cualquier otra composición por la misma
razón dependiendo de en qué lado nos encontremos,
pero que a la larga el apelativo se dirá en voz alta dependiendo
de lo que le guste a la mayoría, y normalmente eso lo decidirá
quien se encargue del lanzamiento de nuevos artistas por razones
comerciales.
Si alguien en este momento mencionara
a Evanescense como una mujer derrotista e incapaz de afrontar
saludablemente las mismas situaciones que se le presentan a cualquier
otro ser humano en su vida diaria sin sentir lástima de
sí misma pese a sus millones y su fama, ¿cómo
sería llamada esa persona? Seguramente la respuesta dependería
del número de seguidores que tuviera Evanescense entre
las personas que escucharan tal afirmación. Por ahora,
considero más apropiado simplemente decir ‘me gusta’
o ‘no me gusta’, cuando no nos encontremos en una
situación para ser más objetivos.
Daré un descanso al lector acerca de lo que la música
reguetón representa para algunas personas, y pasaré
a establecer un entorno histórico referente al término
‘guayigol’: resulta que hace no mucho tiempo, existía
en el mercado Colombiano una marca de guayos que, cuesta adivinarlo,
se llamaba ‘Guayigol’; dicha marca ya salió
del mercado hasta donde tengo conocimiento.
La diferencia de dicho producto con las
alternativas existentes en el mercado para esa época no
radicaba en la apariencia del producto, pues para entonces todos
los guayos eran prácticamente iguales sin importar la marca,
ni en su funcionalidad, pues eso fue antes que las marcas aplicaran
ingeniería al desarrollo del calzado investigando diferentes
materiales y mecanismos, ni en su durabilidad porque si bien las
otras marcas representaban para el consumidor cierto nivel de
calidad, no se podría esperar menos del producto local.
Para esa época un guayo era un
guayo y nada más. La diferencia radicaba en que los guayos
Colombianos costaban más o menos la mitad de los productos
importados; las implicaciones sociales eran muy claras. Si bien
en este momento es difícil hablar de casos que hacen referencia
a marcas que ya no existen, este fenómeno aún se
puede observar en la actualidad: basta con notar que la gente
prefiere pagar casi el doble o hasta el triple por un jean ‘de
marca’ frente a comprar un jean ‘sanandresito’
(haciendo a un lado las manufactureras que tratan de burlar al
consumidor etiquetando sus productos con ‘marcas’
de fonética similar pero diferente escritura), cuyo diseño,
como se mencionó antes, es preferible señalar con
un simple ‘me gusta’ o ‘no me gusta’,
y cuya calidad queda a discreción y pericia del comprador.
Para el lector desprevenido puede surgir
la siguiente inquietud: ¿qué carajos tiene qué
ver un guayo estúpido de quién sabe cuándo
con el reguetón, y a mí por qué carajos habría
de importarme? Este texto fue inspirado en gran parte debido a
los comentarios soeces con los que la mayoría de participantes
hablaron en un programa reciente acerca del reguetón, en
el cual, por ejemplo, se comparaba a la gente que bailaba reguetón
con perros apareándose, como si el frenesí de una
presentación de rock fuera un ejemplo más conveniente
de etiqueta social.
Por otro lado, este texto es titulado
‘En defensa de la precariedad’, y no ‘En defensa
del reguetón’; mas a mi parecer el consumismo que
se dio frente a la compra de calzado deportivo y la calificación
que se le dio a cierto género musical hace poco en una
edición del programa ‘La silla eléctrica’,
tienen mucho en común; esta intersección se da en
una falla en la elección de criterios con los cuales se
evalúa o se juzga una situación o un elemento.
El resultado es que la persona entonces
ya no se esfuerza por evaluar una situación, pierde su
objetividad y su capacidad de análisis y se limita a usar
los argumentos que encuentra a la mano o que la masa le ofrece
convirtiéndose así en una persona simplona que sigue
patrones preestablecidos por no pecar de ‘precario’.
Existe un cuento muy frecuentado en los ambientes académicos
basado en esta situación, así que lo narraré
a manera de sumario para no aburrir posiblemente a una gran cantidad
de lectores:
|
-monos
en una jaula con banana colgada
-cuando algún mono intenta coger banana, todos los monos
son duramente reprendidos por parte de los investigadores
-al cabo de un tiempo, cuando algún mono intenta coger banana,
los otros monos le dan una paliza para evitar ser reprendidos
-mono veterano es reemplazado por mono novato
-mono novato trata de coger banana, monos veteranos le dan paliza,
mono novato no sabe por qué, pero con tiempo aprende que
si intenta coger banana será reprimido por los demás;
de igual forma mono novato participa en palizas hacia sus compañeros
-monos veteranos son sustituídos sistemáticamente
por monos novatos, monos novatos reciben palizas al mismo tiempo
que participan en las palizas hacia los demás.
-al cabo de un tiempo, todos los monos han sido reemplazados por
novatos que no estuvieron presentes en la etapa de las reprimendas
externas cuando alguno intentaba coger la banana, sin embargo el
ritual de la paliza continúa
Si los individuos presentes
en la jaula estuvieran en capacidad de comunicarse con lenguaje
articulado, ningún mono estaría en capacidad de explicar
el origen de dicho comportamiento. Posiblemente ni siquiera se interesarían
en saberlo.
Puedo ilustrar esta situación
con algunos ejemplos a nivel personal; en particular:
Al inicio de mi experiencia
universitaria, mis compañeros de encuentro en las horas de
descanso solían ser mis antiguos compañeros de colegio;
tuve la oportunidad de estudiar en una universidad prestigiosa que
tradicionalmente se ha considerado ‘costosa’, por lo
cual en la rutina social universitaria solían encontrarse
comportamientos clasicistas.
Para ese entonces, un menú
muy frecuentado por mí a la hora del almuerzo era comprendido
por una hamburguesa con queso y todos los aderezos que suele llevar
esta composición, junto con unas papas cortadas no en la
forma tradicional de prisma rectangular sino en forma de espiral,
crujientes por fuera y esponjosas por dentro, y cubiertas con un
polvo naranja que agregaba un sabor particular, y que a menos que
esté embelleciendo el recuerdo dentro de mi cabeza, eran
unas de las mejores papas que haya comido, junto con la tradicional
gaseosa.
El ‘pecadillo’
de dicho plato se hace explícito en la siguiente frase que
solía provenir de alguno de mis compañeros: ‘¿ya
se va para su almuerzo de mil pesos?’. Este menú provenía
de un sitio llamado ‘Looking burguer’, el cual, junto
con lo que era un aparcamiento aledaño de propiedad de la
policía (o eso creo), corresponden hoy en día al espacio
donde se erige un edificio de la Universidad. El sitio no resultaba
desagradable, y aún para la época a la que se remontan
estos sucesos, este precio era excesivamente económico más
aún teniendo en cuenta que los mil pesos eran el costo de
todo el conjunto (una cuadra más arriba era el costo equivalente
a las solas papas).
En un caso más reciente,
me encontraba conversando con unas personas, y dentro de la conversación
surgió como tema mi descontento acerca de algunos detalles
referentes a la atención prestada en un servicio de café
bastante reconocido. Detalles como el hecho que en el menú
de dicho local se encuentra un potaje comprendido por un batido
lácteo con pedazos de brownie, el cual es servido en un envase
con tapa para ser ingerido a través de un pitillo.
El hecho es que con frecuencia
el brownie no es procesado adecuadamente, y los pedazos del mismo
taponan el pitillo de manera que o bien el cliente hace gala de
su capacidad pulmonar, o se deshace del pedazo obstructor improvisando
un bodoque de brownie, o simplemente consume el potaje a través
de otros medios, como retirar la tapa del envase y usar una cuchara.
Ésta es una situación que se presenta con relativa
frecuencia, al igual que otros detalles que resultan inconvenientes
para el cliente. Cuando mis interlocutores escucharon mis afirmaciones,
a su juicio era yo el que tenía que aceptar tales hechos
principalmente debido a que la cadena que provee al consumidor dicho
potaje es muy reconocida y ellos deben saber cómo hacer las
cosas, de manera que al parecer mi descontento era causa de mi incapacidad
para actuar en la forma más adecuada según indicaban
las circunstancias.
Me parece que el concepto
de precariedad debe estar basado en criterios diferentes a los impuestos
por una masa que sigue comportamientos simplemente por tradición
o que trata de justificar con racionalismo su incapacidad como hace
la gente que cambia de religión porque no está de
acuerdo con lo que las otras personas hacen, como si las creencias
más profundas de la persona dependieran de lo que los demás
hagan o dejen de hacer, o como si las creencias personales correspondieran
a una moda.
Sucede de igual forma en
la elección de artículos de consumo; no se trata de
comprar lo más barato por no ser etiquetados de vanidosos,
pues tratar de adquirir la mejor opción disponible con el
dinero con el que se cuente hace parte de nuestra dinámica
social y de nuestro ritual de reproducción de la especie.
Sin embargo ‘la mejor opción’ no debe ser dictada
porque ‘alguien’ nos dice que es la mejor opción,
porque sea la más costosa aunque no podamos definir claramente
cuál es el valor agregado al cual se le atribuye dicho sobrecosto,
o porque pese a que no estemos de acuerdo, sea una moda y haya qué
hacer parte de la misma para lograr aceptación en un círculo
social. Por el contrario, algunos parámetros que me parecen
convenientes para elegir una situación o un elemento sobre
otro, pueden ser:
-Que los productos que la
compañía ofrece incorporan una idea que contiene un
valor agregado definido.
-Que un producto o una marca
es original en cuanto a un diseño o corriente estética
QUE ES DE NUESTRO AGRADO (como aporte personal, me desagrada Picasso,
aunque sea una mera cuestión de gustos, y si tuviera el dinero
para escoger entre varias obras, seguramente escogería a
otro artista) o en cuanto a desarrollo tecnológico (es bastante
común que compañías anuncien características
de sus productos con gran rimbombancia cuando competidores menos
conocidos tienen dichas características desde diez años
atrás)
-Funcionalidad
-En general la conveniencia
que resulte de su uso para nuestra situación personal.
Para aclarar qué
quieren decir algunos de estos puntos, puedo anotar que por ejemplo,
aunque no se trate de estética como tal, ver a un sujeto
vestido de travesti en los programas nocturnos de fin de semana
diciendo cómo le fue en sus aventuras sexuales con su supuesto
compañero de trabajo, o usar palabras como tetas o chichí
no es original y no aporta nada nuevo a la idea de ‘algo gracioso’.
Una limosina en las
calles bogotanas no resulta práctico, no es posible maniobrarla
ni aparcarla en forma conveniente, es ineficiente y si un individuo
la adquiere para demostrar su éxito monetario, existen alternativas
de precio similar o superior que logran dicho objetivo con mayor
o igual eficacia, y que además demuestran que el poseedor
de dicho vehículo por lo menos entiende remotamente el significado
de la palabra ingeniería y puede poseer una remota idea del
concepto de economía y no es un simplón que sigue
clichés ciegamente.
Contratar servicio
de limosinas para llegar a presentaciones de farándula en
nuestro medio corresponde a una situación similar. Una presentadora
de farándula en un programa de televisión que se escandaliza
porque en un pueblo de Colombia no saben quién es Barney
el dinosaurio es un ejemplo no de cómo nuestros pueblos son
precarios, sino de cómo las presentadoras que creen que para
la cultura de nuestra gente el conocimiento acerca de íconos
de la televisión norteamericana puede resultar remotamente
relevante es bastante precario. Si no reconsideramos nuestra actitud,
no debe extrañarnos que para la siguiente generación,
una pregunta de cultura general pueda ser ¿quién es
Yu-Gi-Oh? Eso sería bastante precario.
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