Rebeca –magnífica
joya y símbolo indiscutible de la Bogotá de principios
de siglo– hoy pasa sus días inerme intentando en
forma inútil sustraer agua de una pila seca.
"Y antes que acabase
de hablar
en mi corazón, he aquí Rebeca,
que salía con su cántaro sobre su hombro;
y descendió á la fuente, y sacó agua;
y le dije: Ruégote que me des á beber"
Génesis 24:45, Reina-Valera
Antigua
Desde
hace mucho, mucho tiempo, me he preguntado por la extraña
e inexplicable procedencia del bogotano término "Centro
internacional", expresión que no creo encuentre paralelo
o semejanza posible en lugar alguno de la inmensa, aunque no ilimitada
orografía universal, pero que tampoco se me antoja del
todo aborrecible.
El interrogante procede de la obvia asociación
provocada por la sugestiva existencia de jerarquías en
referencia a los dos "centros" de Bogotá –el
centro, "centro", sin ambages u ornamento alguno y el
centro "internacional"–, dotado, como la expresión
lo sugiere, de una mayor aura de cosmopolitismo y universalidad.
Entendemos por "Centro internacional"
a aquella zona comprendida (aproximadamente, claro) entre las
calles 26 y 35 y las carreras quinta y 13, predios en donde se
concentra, según se dice en las desinformadas guías
turísticas impresas de la capital, la actividad económica,
comercial y hotelera de mayor fortaleza en la ciudad entera.
Entendemos por "centro centro"
a aquella ubicada un tanto más al sur, en lo que podría
denominarse "Antigua Bogotá", sede política
y administrativa del Gobierno y ubicación predilecta de
universidades (la mayoría mediocres), estamentos públicos
(la mayoría mediocres también) y algunos museos
diminutos, aunque románticos, al fin y al cabo.
Hablaré del "Centro internacional",
y de una de sus más celebres hijas, aunque, reitero, el
supradicho término no me satisface…
El caso es que de un tiempo a la fecha
la vida generosa me ha ofrendado la nada despreciable oportunidad
de observar hacia la calle 26, al suroccidente, en inmediaciones
del Hotel Tequendama y el Edificio Colpatria, emblemas magníficos
de esta amorfa y mágica ciudad indefinible. Pero mi vista
no se concentra en las inmensas edificaciones, colosos a medias
en concreto –que sin ser rascacielos ni nada que se les
parezca– resumen para esta urbe, entre provinciana y gigantista,
la idea de grandeza. No veo hacia la Torre Banestado, ni hacia,
ni hacia Fonade, ni hacia la Contraloría General de la
República, ni hacia el solemne y atemorizante Cementerio
Central. Miro con fijeza y morbosa melancolía la figura
ágil y nívea de una buena amiga de años atrás.
Le observo por horas mientras ella intenta la imposible empresa
de sustraer agua mediante una vasija inmersa en una pila seca.
Es ella, es Rebeca. Reminiscencia del antiguo testamento olvidada
por muchos.
Inaugurada en 1927 y esculpida por las
cuyabras manos del entonces caldense escultor –oriundo de
Armenia– Roberto Henao Buriticá, autor además
del famoso y muy quindiano Monumento a los fundadores, La
Rebeca se convirtió desde el mismísimo día
de su emplazamiento en símbolo de una Bogotá en
los albores de su pasado decimonónico.
La escultura de Henao Buriticá,
formado en Paris, fue adquirida por el entonces presidente Laureano
Gómez con el propósito de dar realce a una de las
más representativas obras urbanísticas en la ciudad
de comienzos de siglo.
Cuenta el bíblico relato que Isaac,
hijo de Abraham y llamado a diseminar su prole por el planeta
entero, y previa advertencia xenofoba de su sirviente en cuanto
a no tomar para sí dama alguna de entre las cananeas, oró
al Dios de su padre rogándole un buen encuentro que determinara
a la mujer ideal para desposarle.
Isaac partió junto con el sirviente
en su camello y –no demasiado lejos– en la mesopotámica
región de Nacor, al arribar al pueblo apareció de
entre las doncellas una muy agraciada, quien había salido
a llenar su cántaro, y, por qué no, a abrevar ella
misma en las aguas de un pozo comunal. Era Rebeca, quien, sin
vacilación dio de beber del dulce néctar hidratante
al mancebo y sus camellos, señal suficiente como para convertirla
en su esposa, no obstante el demasiado coincidencia e incestuoso
hecho de ser su mismísima prima.
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El
inmenso Parque de la Independencia o del Centenario, emplazamiento
de La Rebeca, fue uno de los más ambiciosos proyectos
emprendidos con el propósito de conmemorar la primera centuria
de la gesta emancipadora.
Cubría gran parte
del área circundante a las actuales carreras 13 y Décima,
y contaba con una serie de monumentos, cada uno símbolo de
los diversos logros de la humanidad a lo largo y ancho de su historia:
Un pabellón egipcio, uno de “las artes”, uno
“de armas”, el Kiosko de la luz (edificación
de fines del siglo XIX, erigida con motivo de la inauguración
del servicio de iluminación eléctrica en Bogotá),
el monumento a Bolívar, hoy ubicado en el Parque de los Periodistas
y una amplia zona arborizada. Todo desapareció, según
dicen, para abrir paso a los actuales puentes de la calle 26, argucia
que aún no convence a las almas ancladas en un imposible
pasado.
Adquirida por el entonces
jefe de Estado, Laureano Gómez como ofrenda para con su natal
ciudad en una de sus más transgresoras y revolucionarias
iniciativas, La Rebeca se convirtió casi de inmediato
en referente, centro de gravedad y punto de encuentro inequívoco
para los habitantes de la fría Bogotá de entonces.
Imagino a los cachacos de antaño ejerciendo con pudor el
"flirt o galanteo" con sus mozuelas de turno, amparados
por la tutelar presencia de la muda estatua, veo en imágenes
sepia a un parque atiborrado de muy diversas especies arbóreas,
vigilado a la redonda por un Bolívar elevado.
Según cronistas
del momento, se desencadenó también un sector de opositores
a su existencia, debido a la absoluta ausencia de ropajes cubriendo
su blanca estructura corpórea, al decir de ciertos puritanos,
una obscena provocación a los ojos del desprevenido transeúnte.
De hecho algún cronista de la época en Fantoches revista
cómica de entonces relataba la historia de una mujer que
horrorizada había instado a sus hijas a no virar sus ojos
hacia la impúdica figura de la ingenua doncella hebrea. Con
tufillo elitista se mofaban algunos de tan radical postura, sugiriendo
ataviar a la dama con alpargatas, dotarla con una totuma rebosante
de chicha, según ellos “sedimento inmundo” y
una vasija de barro, simulando estar llenándola con fermento
de maíz extraído de la fuente. Los elogios también
se sucedían uno tras otro "La Náyade de San Diego",
fue llamada por otros, indignados ante el puritanismo capitalino.
Fueron muchos los indigentes
bañistas, abocados, ante la carencia total de mingitorios,
lavabos y duchas públicas de la capital ciudad a ennegrecer
las aguas con la costra de mugre acumulada por meses en sus cuerpos.
El más celebre, tal vez, Copetín, estrella por excelencia
del cómic nacional.
"Nos vemos en La
Rebeca, ala" – era el grito de batalla de toda una
generación a la hora de establecer compromisos sociales,
sacros y profanos.
Una noche, algún
ebrio anónimo envió un certero proyectil justo a la
nariz de Rebeca, lo que desemejaría su fisonomía por
largos, muy largos años. Otra leyenda nos habla de un mendigo
prendado y obseso con su perfección, quien presa de los celos,
ante las hordas de transeúntes que se detenían a observarla
decidió ejercer impía venganza desemejando su rostro
a sosquines. El caso es que Rebeca permanecería en tamañas
condiciones estéticas por años hasta que, la providencia
urbana de la junta de monumentos consultó a Doctor Felipe
Coiffman, eminente cirujano y profesor de la Universidad Nacional
sería, tras mucho tiempo consultado en cuanto a los patrones
estéticos a seguir en su proceso de restauración.
En primer término
se calculó la proporción exacta entre la gigante mujer
(con 2.30 metros de estatura a su haber) y sus delicadas fosas nasales.
Luego se estableció la necesidad de ajustar la conformación
de ésta al fenotipo griego de la escultura original. Al final,
expertos en mármol fueron los encargados de esculpir el nuevo
rostro de la blanca dama. Hoy Coiffman sonríe, entre curioso
y divertido al contemplar la posibilidad de “ser tal vez el
único cirujano plástico del mundo que ha operado a
una estatua”.
Hoy, enmarcada en un menos
majestuoso y peñalosista contexto, resulta difícil
de creer que muchos habitantes y empleados del sector ignoran el
nombre de su célebre vecina, pese a la proliferación
de negocios en donde éste es el estandarte: Medias La Rebeca
y Panadería y Pastelería La Rebeca, entre ellos.
Y a veces le compadezco.
Sola, perdida en medio del tráfago capitalino, incapaz de
saciar la sed del viajante espontáneo, enclavada en medio
de adoquines sin espíritu, muda espectadora de millares de
historias acalladas para siempre en su memoria de piedra, deshidratada
y gris.
*Andrés
Ospina es codirector y cofundador de La Silla Eléctrica.
La cerveza, The Beatles, el Qundío y Bogotá se encuentran
entre sus mayores intereses.
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