Recordar es, probablemente,
una de las cosas que más me disgustan. Esa elongación
de un pasado que doy por muerto pero que aparece y reaparece cada
vez en mí. Recordar es un acto reflejo: ¿Cómo
explicar que aquello que deseo borrar vuelva insistentemente a
mí como una suerte de maleficio?
Sin duda, el recuerdo enferma: lo siento
en el estómago y en mis venas, en mis párpados y
en mi boca. El recuerdo es indeleble e inevitable. Recuerdo, tatuaje.
Qué difícil es olvidar.
Vale la pena decir que no tengo idea de lo que es el olvido, de
lo contrario estas líneas carecerían de sentido.
Baste decir aquí que el olvido es algo que deseo y que
me ha sido muy esquivo. Por eso odio las fotos, los videos caseros
y los mensajes guardados en una carpeta del correo electrónico.
Odio el culto a la memoria y detesto los objetos que no son objetos
sino signos de un pasado que niega su propia condición
y condena al sujeto bajo la forma de un presente eterno. Odio
recordar. Es doloroso.
Sin embargo lo más curioso es que
aunque lo que ya pasó no importe o, al menos, carezca de
importancia (que no es lo mismo) el recuerdo es como un fantasma
que se niega a abandonar nuestra morada. No hay exorcismo que
valga.
No hay recuerdos gratos: lo infeliz atormenta
y lo feliz despierta la añoranza, en ambos casos, carencia.
Entonces...¿Para qué recordar? No tiene mucho sentido
y sin embargo, siempre estamos en eso. Esta es una vida de recuerdos.
Cuando alguien se va te da algo y te dice:
“Para que te acuerdes de mí”. Una carta, una
bufanda o cualquier otra de esas tonterías que hemos inventado.
De nuevo: “¿Para qué recordarte?” No
hay felicidad en el recuerdo y vivir del recuerdo es como no vivir.
La memoria debe ser quemada.
El fuego ha dado una gran lección
que los hombres se han negado a aprehender: lo efímero.
¿Por qué le tememos a lo efímero, a lo fugaz?
Hemos hecho del tiempo una suerte de unidad
de medida y nuestra vida transcurre en horas minutos y segundos.
Así es, hemos numerado nuestro existir y llevamos el medidor
atado a nuestra muñeca.
El tiempo, como el recuerdo, nos hace
esclavos. Somos verdugos y defensores de nuestra libertad.
Patética existencia, comedia ridícula
llamada vida en la que no nos atrevemos a ser libres: vivimos
del pasado y nos atamos a él como un buque a un puerto
seguro. Recordamos: en medio del recuerdo se perdió la
vida.
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Odio
recordar y sin embargo lo hago porque también soy un hombre:
débil, imperfecto, temeroso. Busco en el recuerdo algo de
seguridad, un poco de consuelo..!Cuán infeliz me hace esta
búsqueda! La memoria debe ser quemada.
Muchas veces toco la guitarra
y veo que los sonidos pierden su propia condición y se convierten
en dispositivos de evocación, en herramientas de recuerdo,
en utensilios para la memoria: en cadenas. ¿Qué hacer?
Debo renunciar a la guitarra, apartarla de mis manos y cesar la
música . debería, pero simplemente no puedo y me sobreviene
la desesperación.
Odio recordar, pero lo hago.
Odio olvidar el presente y dejar de pensar en el futuro, me diluyo
en mis recuerdos y sólo encuentro allí algo más
de angustia.
Algún gran filósofo
afirmaba que todo conocer es recordar... sus palabras son hermosas
pero su tesis algo perversa. El recuerdo nos ata: la libertad consiste
en liberarse de esas ataduras y abandonar la caverna de recuerdo.
Recuerdo es tristeza. De nuevo, no hay recuerdos que traigan felicidad.
Recordar es la incapacidad de terminar. Recordar es tematizar y
hacer presentes las carencias, todas ellas. Un rostro, una época,
un momento: no me atrevo a dejarlos ir, por eso los recuerdo.
Pero muchas veces me doy
cuenta que el acto mismo de ser humano es un ejercicio de memoria:
nos obsesiona la historia. Gruesos volúmenes que narran las
gestas de los antepasados pueblan las bibliotecas.
Conmemoramos lapsos temporales
y traducimos en imágenes todo aquello que ya no está
presente: nos avocamos a una ingenua búsqueda de la inmortalidad
que, creemos, nos hará felices. Nos tomamos fotografías
y retocamos digitalmente la imagen para inmortalizarnos como no
somos: intentamos prolongar una no existencia vacua. Nos repetimos
exponencialmente en algo que no somos y con ello creemos ser libres
y felices.
Una sonrisa me invade
en este instante....me río de aquello que llamamos “condición
humana”. Me río de nuestras pretensiones de inmortalidad
y del culto al recuerdo. Pero también (y posiblemente con
mucha más fuerza) me río de mí mismo y de lo
absurdas que resultan estas líneas.
*Sergio
Roncallo Dow es filósofo, músico y escritor. Entre
sus innumerables aportes a la cultura se encuentran Pollito Chicken,
reconocida banda bogotana, Los Gemelos Fantásticos y, más
recientemente, Los Pusilánimes y los Hermanos precarios.
Por si esto fuera poco Sergio es colaborador ad honorem de La Silla
Eléctrica como productor musical, locutor y escritor.
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