Hora es de que alguien sitúe
por vez primera a los "grandes embajadores contemporáneos
de la música colombiana" en su debido lugar. Shakira,
Juanes y sus seguidores llamados a juicio... a buen juicio.
Pocas semanas atrás entrevistaba al eminente genetista
Emilio Yunis, inobjetable veedor escéptico del etéreo
concepto de “colombianidad” y demás bazofias
nacionalistas sin peso alguno que a nuestro país inundan.
Le preguntaba por “nuestra identidad”,
por el “ethos colombiano” y por toda la sarta de peroratas
recurrentes en nuestro cotidiano discurso chovinista, siempre
en pugna pro “amor por lo nuestro”.
Decía él -haciendo gala
de una sensatez inusual en la mayoría de nuestros compatriotas-
que se ha convertido en un proceder repetitivo aquella posición
de defensa en donde cualquier ser humano que ose cuestionar a
los supuestos grandes baluartes de nuestra Colombia es de inmediato
motejado de enemigo del país, de apátrida y de ciudadano
non-grato, so pena de destierro.
Creo como él, que existe de facto
una colombianidad y que ésta amerita ser estudiada, examinada
y ponderada. Pero así mismo comparto con Yunis la idea
de que tal estudio debe estar regido, más que por una lógica
apologética y nacionalista, por un impulso de cambio, autocrítica
y evaluación.
Hay un considerable número de colombianos
a los que admiro: Yunis es uno de ellos, Alfredo Iriarte o Antonio
Caballero son otros, Germán Escallón (N.N.), Pacheco,
Lucho Bermúdez, Noel Petro, Carlos Valderrama, Porfirio
Barba Jacob, Humberto Monroy, además de una cantidad imposible
de citar en un texto de esta naturaleza, también harían
parte de esa lista.
Por eso mismo pienso a la vez en aquellos
connacionales cuyos réditos desde el lente comercial son
indiscutibles, que hoy son colmados de elogios por parte de las
secciones de farándula en los noticieros, condecorados
por nuestros primeros mandatarios, ensalzados por el infaltable
séquito de cortesanos lambones que componen la inmensa
mayoría de los hombres y mujeres de medios, pero que (triste
es decirlo) no corresponden a lo que en términos de calidad
deberíamos esperar de nuestros “embajadores de la
música colombiana”.
Y sí. Se me antoja repetitiva y
harto explotada la simple mención de sus nombres. Shakira,
Juanes y los suyos: todos ellos se combinan en contubernica mezcolanza
bajo el nada falso pretexto de estar, sin duda, entre los cantantes
colombianos más vendedores de la historia.
¿Y qué decir ante la contundencia
de las cifras y los cientos de miles, o millones de ejemplares
vendidos de sus fonogramas en “todo el mundo”? ¿Qué
replicar frente a su inobjetable éxito, al menos cuantificablemente
hablando? ¿Qué cuestionar sobre sus carreras si,
al final, las salas de conciertos se muestran atiborradas de espectadores
cuando de asistir a sus recitales se trata y los compradores cual
borregos hacen largas filas para ingresar a los profanos escenarios?
Yo, no obstante, lo haré.
Shakira
Su
carrera se iniciaría con el sencillo que dio nombre a su
primer álbum, Magia. Más adelante, Shakira Mebarak
Ripoll, bajo el amparo tutelar del argentino Eduardo Paz, apareció
en un segundo trabajo discográfico (“Peligro”)
y en “the Colombian soap-opera El Oasis”, tal como
lo señala la edición 2002 de The Billboard Illustrated
Enciclopedia of Rock. ¡Hasta Billboard pierde ya el respeto
por el rock!
Días lejanos aquellos en los que
la barranquillera lucía guayigoles prendas de vestir mientras
gemía en clásico y precario tono de aprendiz sin
talento las poéticas frases “Magia, siento magia.
Desde hace poco algo nuevo nace en mí”.
¿Cómo olvidar sus inicios en el mundo del videoclip
cuando, de la mano de Jorge Barón, realizaba videos de
bajo presupuesto, con balnearios de Arbeláez, Carmen de
Apicalá y Silvania a manera de locaciones?
Pero ahora, por obra de algún encantador
mediático y de un vasto grupo de cortesanos, resulta ser
que esta mujer, a quien conocimos desde siempre como mediocre
baladista y peor actriz, ha terminado por convertirse en el emblema
¡óigase bien! ¡el emblema del rock y el pop
nacionales!
Y
es que nunca una cantante colombiana había sido gran cosa
como para ameritar la producción en serie de muñecas
tipo Barbie con su cuerpo a escala o como para que una familia
del “prestigio y talla” de los Estefan le acogieran
en su seno comercial.
Vienen recuerdos a mí mente. Rememoro
cuando en el marco de un desconectado para MTV justo antes de
proferir los consabidos versos “Se me acaba el argumento,
y la metodología, cada vez que se aparece frente a mí
tu anatomía” proclamó su intención
ranchera de dar a la noche “un poco de sabor a guacamole”
con la siguiente canción. Luego evoco el momento en que,
al termina de cantar, exclamó con fruición orgásmica:
¡Viva México! Y después cómo, arrepentida
por haber olvidado el nombre del país en donde de seguro
más áulicos a su nombre residen, buscó la
indulgencia con un forzado: Y viva Colombia también.
Pero sí. La memoria falla. Muchos
han caído en narcoléptico y amnésico estado
por causa del hechizo. Steven Tyler, leyenda de la música
al fin y al cabo, es uno de ellos. Con dolor, quienes durante
mucho tiempo admiramos la carrera, si bien algo pobre en recientes
años, consistente de Aerosmith, tuvimos luego que soportar
la dantesca visión de Tyler canturreando sin mayor pudor
o recato junto a ella “Dude Looks Like a Ladie”.
Tal vez lo anterior se deba a los jadeos
forzosos de Mebarak por parecer a nuestros ojos como rockera,
alegando haber sido “desde siempre” admiradora de
AC/DC, remedando a Jimmy Hendrix en alguno de sus videos y frecuentando
lugares, en apariencia relacionados con la cultura e historia
del rock. Hasta una vez le oí decir con desparpajo que
era fiel discípula de Leonard Cohen.
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El
ardid ha funcionado. Hace algunos días leía a Andrés
Zambrano del diario El Tiempo, equiparando a algunas canciones de
su nuevo álbum “Fijación Oral” con la
obra de B-52's y Talking Heads mientras me preguntaba si David Byrne
o Kate Pearson se sentirían halagados con tal comparación,
teniendo además en cuenta las pasadas incursiones de Mebarak
en lo que ella llama Shakiratón, junto al también
sobreestimado Alejandro Sanz, a quien tampoco soporto. Toda una
tortura, sin duda.
Pero
más decepción aún sentí cuando me enteré,
con extrañeza infinita, de la participación en este
nuevo emético musical del señor Gustavo Ceratti, quien,
pese a no hallarse en mi lista de predilecciones sonoras, era hasta
hace poco merecedor de inmenso respeto por parte de los seguidores
del rock argentino. Tal vez premonitorias fueron las frases de La
Ciudad de la Furia al decir: ¡Me verás caer! Y sí
que lo vimos.
Pues bien. Hay noticias: Shakira no es un producto colombiano
en el buen sentido del término. Aunque sí es, de alguna
forma y en el peor sentido de la expresión, un producto de
la colombianidad. Quiero decir con esto que, si entendemos por colombianidad
a la “improvisación”, a la excesiva adulación
de ídolos modelados en greda y a la generación espontánea
de fenómenos comerciales de impacto pasajero y nada auténticos,
en tal caso Shakira es el más colombiano de cuantos productos
“artísticos” hemos intentado exportar.
Partamos de un hecho simple:
Si artistas como ella coronan hoy los listados del mundo esto se
debe en gran parte a las incomprensibles lógicas de mercado
actuales y a mecanismos de divulgación hasta hace poco más
de diez años impensables para un cantante en Colombia. Pero
no a que nuestro país esté produciendo maravillosos
músicos ni a que hayamos avanzado en materia de producción,
composición o conceptualización de obras sonoras.
No hay una, una sola lírica
de Shakira cuya existencia justifique su carrera. Aún más.
Hay mucho de mexicano, de puertorriqueño e incluso de árabe
en el sonido de Shakira, pero de colombiano poco es lo que puede
oírse.
¿No es acaso más
que ridícula e impostada la actitud de la barranquillera
al modificar su acento cual camaleónica criatura, dependiendo
del lugar del mundo en donde se halle y cómo –en ese
orden de ideas- cuando visita el país azteca intenta hacer
las veces de mexicana, mientras que, al acercarse a Argentina apela
al más gaucho de los dejos?
Aunque tampoco gusto de
ella, no recuerdo a Claudia de Colombia hablando como panameña
por causa de su condición de prometida del descendiente del
presidente del país istmico, General Omar Torrijos.
Tal motivo no sería
suficiente para cuestionar su trascendencia dentro del contexto
nacional si no fuese porque hoy, por alguna extraña razón,
se inundan nuestras glándulas salivales ante la simple mención
de su nombre: Nuestra Shakira. Orgullo de Colombia. Espero sepan
disculparme pero en lo que a mí toca, Shakira no me pertenece,
y plegarias elevaré para que nunca lo haga.
Y Juanes
Más
allá de su brillante período junto a Ekhymosis, banda
a la que reconozco admiré en un principio, está claro
que, de Juan Esteban Aristizábal, es poco o nada lo que queda.
Cualquiera habría
podido pronosticarlo, fundamentado en la también guayigol
participación de la banda en una muy precaria campaña
publicitaria para la línea de calzado Colegiales de Verlón
en donde la banda alegó haber figurado tan solo por el “deseo
de ser conocidos por todo el país”.
No debe olvidarse tampoco
el constante proceso de reblandecimiento del que la música
de Ekhymosis fue objeto en sus últimos años de carrera,
pasando desde Solo hasta terminar con Ciudad Pacifico y La Tierra.
Hoy, rendido ante los designios
de Fernán Martínez y preocupado por reproducir en
cadena el éxito obtenido años atrás por canciones
“tipo fusión” como La Tierra, La Paga y demás
imitaciones del “Gitano Groserón” multiplicadas
hasta el cansancio por el antioqueño, Juanes parece estar
más interesado en repetirse a sí mismo un millón
de veces que en reinventar una carrera cuya fórmula, sin
duda, está en constante proceso de desgaste.
Lo digo, bajo el rigor de
la confesión y espero, por supuesto, todo el peso de la verdad
caiga sobre mis espaldas si mi vaticinio resulta errado, algo que
puede, de hecho, y dada la imprevisible mediocridad de nuestros
gustos, ocurrir.
El mundo está lleno de paradojas: “Juanes ama la tierra
en que nació”. No obstante vive en Miami. Juanes elevaba
plegarias solemnes cuando decía a Dios le pido. No obstante
ahora “negra tiene el alma”.
Ahora, y parafraseo a Yunis,
inflamos nuestros espíritus con orgullo, todo debido a que
Juanes lució una “camiseta negra” con el lema
“se habla español”, en el marco de unos cuestionables
premios Grammy por donde se han paseado triunfales Enrique Iglesias,
Bacilos y demás músicos aún peores que los
ya mencionados.
¿Orgullosos de hablar español, cuando la ceremonia
exige, a manera de doble paradoja autoreferenciada el pronunciar
los discursos de agradecimiento y presentar a los nominados en lengua
inglesa?
¿Orgullosos de hablar
español porque, gracias a la ingeniosa frase, la multinacional
Pepsi acaba de firmar un caudaloso contrato con el medellinense
para aparecer en un comercial de televisión cuyo objeto es
incrementar las ventas de la insabora bebida “en toda Latinoamérica”?
¿No sería
mejor estar orgullosos del castellano por su riqueza lingüística,
por su nobilísimo canon literario, o simplemente porque es
nuestra materna lengua, en lugar de seguir, tras veinte años
aceptando “el reto de Pepsi?
Pero bien. Todos somos Colombia
y todo aquel que “discuta la muy discutible” calidad
de Juanes y Shakira deberá estar dispuesto soportar las saetas
que sobrevengan como consecuencia de mi cruzada en contra del falso
patriotismo. Es un riesgo que debe correrse, como ser colombiano.
*Andrés
Ospina es codirector y cofundador de La Silla Eléctrica.
La cerveza, The Beatles, Bogotá y el Quindío se encuentran
entre sus mayores intereses.
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