Más
allá de las, según algunos, hoy anacrónicas
visiones platonizantes de la imagen y de las críticas culturalistas
y alienantes que pretendan hacerse, resulta innegable que la televisión
se ha convertido en el medio de comunicación hegemónico
y que su influencia se extiende a lo largo y ancho del entramado
social. La contraposición entre una cultura letrada y una
cultura televisiva parece haber perdido su vigencia pues, hoy
por hoy, resulta impensable una pertenecer-a, un ser-social desvinculado
de la experiencia televisiva.
Para comprender esto resulta necesario liberarse de los pre-juicios,
desatar los grilletes que nos mantienen prisioneros en lo más
profundo de la Caverna e intentar hacer una aproximación
inteligente a la televisión, lugar de lo público
y lo privado, lugar de lo visible y, podría afirmarse hoy,
lugar de lo que existe. En efecto, la televisión, como
lugar de lo visible se ha convertido en un escenario de convergencia
de todos aquellos actores que forman parte de la vida en sociedad,
de los miembros de la colectividad. Desde el político hasta
el ama de casa, pasando por el fanático religioso y el
amante del ocultismo, la televisión es el vehículo
de visibilización del existir en medio de una realidad
donde la comunicación masiva juega un papel protagónico.
Todavía, es imprescindible aclarar que al hablar de televisión
no estoy haciendo referencia a dos canales que monopolizan la
circulación de la información; apunto a las grandes
posibilidades que han abierto por un lado los canales regionales
y comunitarios como espacios de participación de las minorías
y de los sectores periféricos de la sociedad (léase
aquí quienes no tienen los medios para hacerse visibles
en un canal privado-comercial), por el otro la (relativamente
fuerte) masificación de la televisión por suscripción
que ofrece al receptor una multiplicidad de opciones que abarcan
los más disímiles intereses. En medio de esta lógica
televisiva-social resulta claro que somos una sociedad de corte
audiovisual que busca sus referentes al otro lado de la pantalla
y que, a partir de ellos, se da la construcción del sentido
y las identidades.
Según Omar Rincón “estos tiempos se encuentran
marcados por las políticas de la inestabilidad y las imágenes
de la ambigüedad. El sujeto se pone en escena para estar
en sociedad y cuando regresa a casa solo, se encuentra consigo
mismo y no sabe quién es” (2002: 15). La idea de
Rincón resulta, sin duda, seductora y plausible en medio
de una realidad mediática en la que la profusión
de la información y las continuas decodificaciones a las
que se ve obligado a asistir el sujeto en la cotidianidad, nublan
y constriñen la construcción-afirmación del
Yo. A pesar de la verosimilitud que subyace la idea de Rincón,
la visión del sujeto confundido y atolondrado resulta,
a mi modo de ver, un tanto apocalíptica. La idea inicial
de Rincón, a la que acabo de referirme, resumiría,
de algún modo, la posición de críticos como
Baudrillard (1978, 1984, 2000) y Bourdieu (1996) quienes se muestran
escépticos y temerosos frente a la influencia de la imagen
y a la hegemonía de los medios como la televisión
insertados en la cotidianidad de los sujetos.
La salida de la Caverna supone una (re)interpretación de
la idea de la televisión como vehículo cultural
y un acercamiento a ciertas estructuras audiovisuales que se insertan
como parte fundamental de la constitución del sujeto. Así,
la liberación de los pre-juicios de la que hablaba hace
un momento apunta a un repensar la idea de la televisión
y a no considerarla como un dispositivo menor dentro de la difusión
cultural.
Este último punto se hace más claro cuando se piensa
en la ficción televisiva. El género ficcional por
excelencia en Latinoamérica es la telenovela que tradicionalmente
es concebida como un relato vacuo, intrascendente, como una objetivación
del sin sentido y, muchas veces, del mal gusto. Esta visión
tradicional de la telenovela es el resultado de una visión
intelectualizada de la televisión que busca en ella cierto
tipo de contenidos “con mensaje” y “con fondo”
que parecen escapar a las lógicas estéticas, a las
narrativas y a los contenidos propios de la telenovela. Ahora
bien, esta perspectiva dogmática y en algunos casos superficial
resulta reduccionista pues desconoce elementos culturales presentes
en este tipo de ficción televisiva.
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La telenovela refleja condiciones, personajes y situaciones propias
de la realidad; es un vehículo para mostrar, con un toque
de ficción, en mundo en el que nos movemos y en el que vivimos.
Allí convergen los personajes del día a día,
los marginados, los invisibles y adquieren un status de alteridad.
La telenovela es un escenario en el que se da un ejercicio democrático,
es el plató para que los tradicionalmente vencidos se muestren
como vencedores. Basta pensar en la reivindicación que, para
un cierto tipo de sujetos, significó una novela como Yo soy
Betty, la fea (2000): ruptura de pre-juicios estéticos, de
encarcelamientos sociales y de marginalidades laborales; demostración
ficticia de que las grandes personas no nacen, se hacen ellas mismas;
mensaje esperanzador para muchas mujeres que compartían las
características de la protagonista. ¿Las imágenes
mienten? ¿Son ilusiones y velan lo real? Creo que no. La
telenovela, Betty en particular, a través del melodrama logró
hacer visible y dar un cierto grado de realidad a una opinión
reputada (1), a algo que todos podrían
aprobar: allí, en la telenovela, la utopía cobró
realidad. La televisión es el lugar de lo que existe.
Hay aquí, además un reencuentro con la cotidianidad,
la telenovela tiene la propiedad de mostrarnos que lo cotidiano
también puede ser interesante, que en las relaciones interpersonales,
laborales, familiares no son tediosas. La telenovela da al sujeto
la posibilidad de emprender nuevas aventuras semióticas.
Esta semiótica (que hace el sujeto) de la vida cotidiana
abre las puertas a una comprensión de la recepción
y de la interpretación en términos mucho más
interesantes, pues parafraseando a Jesús Martín-Barbero,
se pierde el objeto (propio de la concepción mediacentrista
e intelectualizada, de la que aquí pretendo alejarme) para
ganar el proceso, el qué y el cómo que se hallan inmersos
en el día a día. Martín-Barbero sostiene que
si bien la cotidianidad muchas veces es tenida como algo insignificante
desde una óptica enfocada en las lógicas de producción,
es patente que allí se abre el camino a nuevos relatos, a
nuevas visiones de lo social (1987: 93 y ss.).
No he pretendido aquí se exhaustivo, sólo quisiera
dejar claros al menos cuatro puntos:
1. Es necesario abandonar
los pre-juicios y comprender que la televisión es parte fundamental/
fundacional de nuestra vida.
2. Esto no se puede ver en términos de oposición entre
una cultura letrada y una cultura audiovisual.
3. Se requiere, por tanto, una superación de las concepciones
platonizantes de la imagen y de la influencia de los medios entendidos
como el escenario del simulacro.
4. La ficción televisiva, en particular la telenovela, no
debe ser analizada desde el lugar común y se debe propender
por una búsqueda un poco más minuciosa dentro de sus
contenidos estéticas y narrativas.
Referencias (citadas y mencionadas)
· Baudrillard J,
(1978). Cultura y simulacro. Kairós. Barcelona.
· ___________(1984). Las estrategias fatales. Anagrama. Barcelona.
· ___________(2000). Pantalla total. Anagrama. Barcelona.
· Bourdieu P. (1996). Sobre la televisión. Anagrama.
Barcelona.
· Martín-Barbero, J (1987). De los medios a las mediaciones.
Comunicación, cultura y hegemonía. G. Gili. México.
· Rincón, O. (2002). Televisión, video y subjetividad.
Norma. Bogotá.
(1) Las grandes personas no
nacen, se hacen ellas mismas.
*Sergio
Roncallo Dow es filósofo, músico y escritor. Entre
sus innumerables aportes a la cultura se encuentran Pollito Chicken,
reconocida banda bogotana, Los Gemelos Fantásticos y, más
recientemente, Los Pusilánimes y los Hermanos precarios.
Por si esto fuera poco Sergio es colaborador ad honorem de La Silla
Eléctrica como productor musical, locutor y escritor.
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