Soldados
sin coraza
ganaron la victoria;
su varonil aliento
de escudo les sirvió.
Himno nacional de la
República de Colombia
Letra de Rafael Núñez.
Así
como existen palabras cuya pronunciación trae consigo ideas
deleitables y magníficas (acuarela, titiritero, ámbar,
saltimbanqui), también hay otro tanto cuya inevitable asociación
fonética genera repudio, no importa a qué concepto
pretendan referirse.
Hablo -por ejemplo- del
nada sonoro "crepúsculo", del audiblemente poco
apetecible "sancocho" o de la popular, pero en modo
alguno bien sonada ni suculenta goma de mascar en pastillas "Tumix".
En este último
caso la simple mención del citado nombre propio me avoca
a la idea de tumefacciones cerebrales malignas e irreversibles.
Nada difícil de adivinar es la proximidad evidente entre
la raíz latina tumefactum, supino de tumefacere, cuyo significado
nos remite a una especie de montículo o prominencia patológica
producida por la proliferación anormal de células
en determinada zona de la estructura corpórea animal.
No me detendré
sin embargo en honduras etimológicas ni etiológicas,
sino más bien en una suerte de conjeturas, acaso inconexas
de las que el reputado producto ha sido blanco por parte de mi
mente obsesa y de otras mentes, también obsesas.
Lo he venido pensando
desde hace años sin conferirle trascendencia alguna hasta
hace algunos días, cuando -bajo el efecto de una munificente
dosis de cerveza en la cigarrería ubicada en los bajos
del conjunto de edificios en donde resido- mi querido amigo, el
Señor A.A. manifestó en forma espontánea
el compartir conmigo su interés a tal respecto. Me habló
sobre todo del cómico e inquietante slogan emblema de “El
aliento de Colombia”.
Cuando por vez primera
oí hablar de “Tumix” fue a través de
una agresiva campaña televisiva en la que se ofrecía
“aliento fresco” a cambio de “tan solo”
100 pesos, un ínfimo y seductor precio en tiempos en los
que una infeliz cerveza Costeña se acercaba dolorosamente
a las 1000 unidades.
Luego vendría el
famosísimo comercial, transmitido sobre todo durante ceremoniales
balompédicos televisados, y sus poco afortunados versos
de pop tropical a la manera de Mauricio y Palo de Agua rezando:
“Tumix es el aliento de Colombia / el aliento de corazón
/ y la esperanza fresca / el aliento tricolor”.
Pues bien. Me pregunto
yo cuál es el aliento de Colombia y también si la
pluralidad aromática de hálitos nacionales puede
sintetizarse en uno solo, teniendo en cuenta la diversidad gastronómica
típica de nuestro país en donde comparten manteles
platos tan diversos como el bofe, el cocido boyacense, la pepitoria,
la crema de pata, la arepa con hogao y demás manjares criollos.
En suma: Una gama olfativa entremezclada con cebolla, productos
cárnicos, ajo y condimentos fuertes tan solo amortiguados
por colutorios de Astringosol, Listerine Cool Mint o, en los más
naturalistas casos, de cardamomo.
La empresa, harto dificultosa,
parece haber sido no obstante llevada a cabo con decoro gracias
a la industria peruana con filial en Ecuador “Confiteca”,
nombre, ese sí, bastante melodioso y sonoro.
Según me informó
el buen Señor A.A. hubo un popular comercial peruano en
los ochenta, parodiando la lírica del superguayigolizado
pero al fin y al cabo gran clásico de Queen We Are The
Champions con la consigna: “Somos los campeones, somos Tumix,
somos los campeones del sabor... fresa, naranja, chicha y frambuesa...
chiclets Tumix es para ti... ¡Chiclets Tumix, los campeones
del sabor!" Ante tal letra solo me restó preguntarme:
¿A qué demonios sabe un chicle de “chicha”?
|
El
caso es que, recapitulando, Confiteca y sus Tumix han relegado a
Adams y su tradicional caja de Chiclets a una deshonrosa y segundona
plaza, tanto en el país inca, como en el meridional, y por
extención en Colombia. Cosa triste, teniendo que cuenta que
Mister Thomas Adams, fundador de la clásica firma, estableció
la primera fábrica de goma de mascar en New York, tras haber
intentado utilizar la materia prima en la fabricación de
llantas por allá en 1871. Un pionero, sin duda. Y duele cuando
a un pionero se arrebata su liderazgo, adquirido por derecho propio.
Detector de aliento
Nuestra charla siguió
versando -sin guardar relación alguna con el tema chicleril-
acerca del martirio y la humillación que supone para cualquier
colombiano la obtención o revalidación de la Visa
estadounidense. Con mayor razón ahora, cuando, quienes habíamos
creído superado ese incómodo óbice, habituados
a renovar el documento mediante la simple contratación de
una agencia de viajes intermediaria, nos vemos hoy obligados a presentarnos
frente a los funcionarios del consulado norteamericano para dar
fe de nuestra honorabilidad y solvencia.
Jamás lo he hecho,
pero sé de fieles fuentes que el proceso tramitacional es
engorroso y traumático. Se deben pagar altas sumas de dinero
sin derecho alguno a reembolso. Tenemos que comprobar mediante documentos
fidedignos una solvencia económica tal que satisfaga las
expectativas del interlocutor. Es preciso demostrar que no traemos
a cuestas intención alguna de establecernos en la “tierra
de la libertad”. ¡Como si todos quisiéramos quedarnos!
Y lo más triste de todo, debemos someternos a largas filas
para culminar en una ventanilla de diez pulgadas de espesor en donde,
cual reos, nos comunicamos con el entrevistador mediante un auricular.
Luego somos cuestionados
con respecto a nuestros propósitos, líquidez y propiedad
raíz. Cosa extraña pues -al parecer- no existe criterio
claro alguno de selección. Después de todo bien es
sabido que muchos honorables connacionales son rechazados mientras
que para otro tanto, compuesto en su mayoría por mulas, asesinos
a sueldo y demás representantes de todas las especializaciones
delincuenciales, las puertas de los Estados Unidos se abren.
El caso es que el Señor
A.A. y yo comentábamos acerca de las posibles razones que
llevan a los probos encargados de seguridad en la embajada de los
Estados Unidos en Colombia a tomar tan rigurosas medidas de seguridad.
Me refiero en concreto al infranqueable cristal que separa al verdugo
angloparlante de la doliente víctima colombiana.
¿Temerán acaso
que alguno de los “no admitidos” arremeta en histérico
e irracional acceso de irascibilidad contra la integridad física
del artífice de su desgracia? ¿O, yendo aún
más lejos, existirá posibilidad alguna de que tal
barrera transparente haya sido impuesta con el propósito
de proteger al honorable reducto consular del -a su olfato desdeñable-
“aliento de Colombia”?
Fuimos, incluso, más
lejos e imaginamos a los cubículos-despachos de los catones
modernos como una especie de recintos ultratecnificados con cámaras
dotadas de un avanzado software criminalístico destinado
a establecer rasgos fenotípicos de potenciales infractores
de la ley o, aún peor, con dispositivos para análisis
olfativo, capaces de detectar, a varios metros de distancia, el
famoso “aliento tricolor”.
Ante tan incoherentes reflexiones
de parte del Señor A.A. y yo mismo, me queda poco por decir,
aunque trataré de hacerlo.
Dudo, para empezar, que haya una mayor incidencia de halitosis en
la población norteamericana que en la colombiana, por lo
que tal menosprecio al “aliento de Colombia” se quedaría
sin fundamentación dialéctica y olfatoria alguna.
Segundo: Creo que Ecuador
y Perú han tomado la delantera en lo que a gomas de mascar
se refiere, arrebatándonos nuestro propio aliento, sin duda
uno de los pocos patrimonios que nos quedaba.
Tercero: Empero veo con
alegría un nuevo hermanamiento de los países andinos
bajo un solo aroma, una sola bandera, el aliento tricolor y el aliento
de Colombia, aunque no entiendo por qué insiste la ya multinacional
Confiteca en hacernos creer dignatarios de una soberanía
nacional a partir de la goma de mascar, goma a la que yo llamaría,
de mascullar: De mascullar nuestra pobreza, indignidad y amargura.
¡El aliento del corazón!
*Andrés
Ospina es codirector y cofundador de La Silla Eléctrica.
La cerveza, The Beatles, el Quindío y Bogotá se encuentran
entre sus mayores intereses.
|