Hay
serias y diametrales diferencias entre lo que se puede consumir
dentro y fuera del estadio. El partido entre el Palacio del Colesterol
y los puestos de alimentos dentro del estadio lo ganaron los primeros
con gran amplitud.
Por Nicolás Samper Camargo
Es algo raro ir al estadio un primero de mayo, día del
trabajo. Es más extraño todavía ir al estadio,
un primero de mayo y que no haya nadie en las calles aledañas
a El Campín. Es todavía más raro ir al estadio
un primero de mayo, que no haya nadie en las calles aledañas
a El Campín y que el plan sea ir a comer, antes que ver
fútbol.
El
partido que se iba a jugar en ese día atípico era
Santa Fe y Tulúa, por lo que hablar de fútbol era
algo casi utópico. Se notaba que jugaban dos equipos eliminados.
El termómetro de esto, para aquellos que no les interese
el juego, es ver las calles 57 y 53 y las carreras 24 y 30 sin
banderas, trompetas ni gente colgada de las puertas de los buses.
El encuentro era un bodrio de aquellos que solamente soportamos
los que somos adictos a exponer nuestras propias miserias en una
tribuna. Pero el asunto era diferente; la misión era comer
de lo que hubiera, por eso hubo ayuno voluntario de mi parte para
poder ir a deleitarme.
A
pesar de lo extraño del marco, me metí al palacio
del Colesterol, una de las grandes leyendas gastronómicas
de la ciudad para hacer un ejercicio: mirar qué tal era
la comida de este lugar y buscar la lógica comparación
con la que venden dentro del estadio. Uno de los interrogantes
que tenía sobre los alimentos de afuera en un principio
era buscar la confirmación o desmentida de aquella teoría
que dice que el chicharrón cocho que se vende allí
es freído en una mezcla de orines y aceite para que aumente
su volumen.
Primer
Tiempo
Con
esa premisa me bajé a la entrada del lugar y me dispuse
a consultar el menú. Lo aterrador es que había muy
poca gente, menos de la que yo imaginaba encontrar allí.
Apareció en escena un hombre de cachucha roja, gordo y
bonachón y le dijo a Lucy, una de las dueñas de
un puesto de fritanga: -Oiga Lucy deme un pliego para el estadio-.
¿Pliego?,
¿de peticiones?, ¿sindical? ¿de cartulina?
No entendía a qué se refería el señor.
La mujer sacó un gigante chicharrón y lo envolvió
en ese papel que usan en las droguerías antiguas para empacar
los remedios. El hombre sacó un billete de 5 mil. Se fue
contento por su botín y triste porque ya no estaba en el
banco técnico de los rojos Hebert Armando Ríos.
Su propósito era putearlo hasta que se le acabara la voz
por la mala campaña del local. Precisamente gracias a la
ausencia del técnico de Santa Fe, se llevó el chicharrón
para tener la boca ocupada en otros menesteres.
Busqué
algo fuerte para empezar. Un cuchuco con espinazo. El plato me
costó 2.500 pesos. Al terminarlo quedé repleto y
llegué a pensar que no iba a ser capaz de seguir probando
las innumerables viandas de colores rojizos y ocres que estaban
frente a mis ojos y que parecían recién embetunadas,
por su brillo incandescente. Los nombres, algunos conocidos y
casi cliché en nuestra cultura (bofe, jeta, gallina calentada
con bombillo, marrano) y otros absolutamente desconocidos hasta
hoy (pulgarejo, pelanga, morcilla de intestino grueso) me hicieron
abrir los ojos hacia otro espectro.
Intermedio
Ya,
después de tres cervezas, me arriesgué a hacerle
la pregunta a la dueña del lugar que me taladraba la cabeza
y que podría resultar ofensiva para cualquiera que ha estado
trabajando desde la madrugada. Ella me respondió con toda
la amabilidad y sinceridad del mundo: -No, eso es puro cuento
o al menos lo digo por mí ¿sí?. Para que
el chicharrón crezca así hay que secar la piel del
marrano al sol durante 20 días más o menos. Eso
es lo que hace que quede así de grande-. Con la curiosidad
satisfecha y el botón del pantalón desapuntado,
me quedé tomando unas fotos y traté de encontrar
entre tantas papas criollas una pastilla de Alka-Seltzer. Ya eran
las 3: 30, hora del comienzo del juego y me despedí pensando
que ese toldo que queda frente a los parqueaderos del sector norte
está en peligro de ser retirado de ahí por cuenta
del nuevo código de policía. Pero eso es harina
de otro costal.
Dentro
del estadio y a pesar de que fueron apenas 688 personas a ver
la triple dosis de Ativán que dieron a manos llenas rojos
y tulueños, comprar en las casetas y mostradores sigue
siendo complicado. Cuando el juez pitó el término
de la primera etapa, solo algunos nos quedamos como orates chiflando
a los jugadores. El resto salió rápido para alcanzar
a orinar e ir directo a comprar comida.
|
Segundo Tiempo
Fueron
cinco minutos que me llevó caminar desde el vomitorio de
occidental numerada hasta la planta baja del primer piso de la tribuna.
Cuando llegué a los expendios de comida, a ver si la famosa
lechona del estadio ya estaba lista con su cabecita tostada, su
sonrisa de viejo, con dientes chiquitos y orejas crocantes, me llevé
una de las sorpresas más decepcionantes de la vida: en efecto
sí había lechona, pero estaba sin cabeza.
¿Cómo
una lechona común y corriente, de esas que tienen en los
ojos un tegumento extrañísimo, y que alguna vez verraquearon
cuando su dueño les amarró las patas y se las llevaba
camino al matadero, no podía tener cabeza? O mejor, ¿cómo
uno se puede imaginar a una lechona sin cabeza? Es como pretender
no sorprenderse si uno descubre que la tía que hace ponqués
y que ha gastado su vida en hacer feliz a sus sobrinos usa peluca
y prótesis en los dos brazos.
Le
pregunté a la vendedora sobre el vital fragmento, sobre la
parte pensante del plato típico tolimense. Ella me miró
con cara de lechona y me ignoró. Creyó que le estaba
haciendo un chiste o algo así. Repetí la pregunta,
mientras hacía maniobras de acróbata para no dejarme
aplastar por la multitud hambrienta que había ido copiosamente
a tragar: -Señorita, ¿dónde está la
cabeza de la lechona?- Ella me respondió -¿Quiere
un platico? le vale 7 mil-. Nada peor que oír la respuesta
de lo que no ha sido preguntado. -Pero señorita, ¡necesito
saber dónde corno está la cabeza de la lechona!-.
Me respondió, ahora con el tegumento en los ojos, propio
de las lechonas: -Si no va a comprar no me moleste más. El
plato vale 7 mil pesos-.
La
gente vio que la vendedora se descompuso bastante, lo que significaba
mayor displicencia en la atención y menor celeridad en las
ventas así que no faltó algún “colaborador
de ocasión” de esos que abundan en todas partes. -¡ay
hombre!, ¡deje a la niña tranquila que a usted qué
le importa la cabeza de la lechona!-. La gleba quería reemplazar
su dolor por la mala actuación de Santa Fe y encontraron
en mí al mejor destinatario de su rabia. Al unísono
empezaron a apoyar a la lechona (digo, a la señorita) así
que decidí calmarme y comprar un plato del incompleto manjar.
La
lechona (o la pretenciosa imitación de lechona) estaba posada
en una lata echando humo. Los fragmentos de cuero de cerdo que son
codiciados por todos los que saben comer lechona, estaban prolijamente
ordenados uno sobre otro. Casi perfectamente cortados en cuadrículas
independientes. La lechona, además de no tener cabeza, también
había perdido su saco. Yo no entendía nada pues miles
de veces he sido testigo del cariñoso guiño del porcino
que, con un envidiable bronceado, le pica a uno el ojo para consumir
su relleno. El orden en la lechona es muy común, según
la gran mayoría, y eso no estaba dentro de mis pensamientos
normales. Preferí no comentar nada más por miedo a
quedar como un cuero.
Luego
me fui a descubrir los perros calientes y alisté la billetera
para desembolsar 3.500 pesos destinados para este rubro. Antes de
comerlo me puse a ver el interior del Hot Dog: Salchicha en agua
bastante flaca, de esos embutidos que para vender más baratos
les ponen una etiqueta que dice “Institucional”, una
lonja de queso a medio derretir y tres cucharadas soperas de la
tan popular “Papaperro”. Las salsas, al gusto del consumidor
estaban bastante aguadas.
Busqué
algo de dulce, que es de las tantas panaceas que han inventado para
aliviar la llenura. No encontré lo que buscaba: paletas de
bocadillo con queso. Sí, si existen las paletas de bocadillo
con queso. Las vendían hace unos años en el estadio,
eran blancas, con un pedazo de veleño por dentro, recubiertas
por una crema deliciosa pero que no dejaba el mejor de los alientos.
Se reconocían a metros de distancia por tener en la parte
de abajo una uva pasa enterrada. Lástima que la tecnificación
de procesos hizo que ahora los helados de fábrica manejen
el monopolio. Tras la desilusión, tomé tinto. Vale
800 pesos y es delicioso.
Mientras
que el Tuluá se “comía” goles, pasó
un señor, como de unos 70 años arrastrando consigo
una caja llena de palitos de queso, uno de los platos típicos
del Nemesio. Pensé llevar uno para comerlo en la casa (ya
no me cabía nada más), además ya era demasiada
gula para un solo día.
De
pronto cuando el señor se estaba acercando hacia mí,
sin haberlo llamado, paró su pregón abruptamente:
-Deditos de queso, deditos de queso, deditos de....snnnnnifffffffffff-.
El hombre sacó un pañuelo y se pegó la sonada
más saludable de la vida muy cerca de los deditos de queso.
Yo sé que uno no debe ser asquiento, de hecho no lo soy,
y soy consciente de que, sin duda, el señor descansó,
pero yo preferí echar reversa a la decisión. La neumonía
atípica ¿sabe?.
Terminó
el juego con victoria del Santa Fe sobre Tuluá pero la comida
seguía apareciendo por todos lados: sánduches a 2
(léase a doscientos) pinchos a quini (léase quinientos)
arepas a ochocientos...
Ante
el miedo de morir de una sobredosis (de comida, claro) tomé
un bus hacia mi casa y creí haber perdido todo contacto con
algún comestible. Sin darme cuenta se abrió la puerta
de atrás del vehículo y un señor rompió
el silencio: –les pido disculpas si venían meditando
o escuchando la música. Vengo ofreciendo un paquetico de
ricas deliciosas habas a un costo o valor de trescientos pesos.
Para mayor economía, los dos paqueticos le valen quinientos...-
*Nicolás
Samper Camargo ha escalado la pirámide laboral en forma inversa.
De codirector de un periódico (Nor Gerper) ha pasado a ser
un prístino lacayo de los medios de comunicación.
Ha pasado por redacciones disímiles (El Tiempo, MeQuedo.com
y Futbolred.com) y aunque goza de la reportería, prefiere
quedarse encerrado en su casa como lo hacía uno de sus ídolos,
Lucas Caballero "Klim".
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