“Lo extranjero, lo foráneo,
por el simple hecho de serlo,
tiene para nosotros especial fascinación;
atracción poderosa ejerce sobre nosotros lo exótico
y lo nuestro es de inferior calidad”
Antonio Escobar Valbuena.
Los errores más frecuentes de nuestro lenguaje.
(El libro lo obtuve alguna vez en un semáforo bogotano
Ignoro cualquier
otro dato sobre el autor)
Si
de neocolonialismo habláramos pensaría yo, para
empezar, en los muchos hábitos cotidianos en los que sin
saberlo nos comportamos cual genuflexos hermanos menores del resto
del mundo, entendiendo a los Estados Unidos de América
y a Europa como el único e indestronable “resto del
mundo”. Pero odio el mamertoide tono que empieza a impregnar
mis palabras.
Luego galoparían hacia mi memoria
algunos conatos, un tanto extremos aunque también algo
razonables de “chovinismo equilibrado”.
Comenzaría entonces a preguntarme
por qué -por ejemplo- los cándidos representantes
del campesinado colombiano encuentran más atractivo lucir
una camiseta de Korn, Slayer, Metallica o Iron Maiden (bandas
a las que la mayoría de éstos desconocen, algo que
no tiene nada de reprochable aunque tampoco de loable) que una
bella ruana de vellón puro de vicuña.
O por qué las alpargatas han perdido
su privilegiado tronillo dentro de la iconografía campirana,
para dar paso a luminosos zapatos tenis producidos en serie por
Rebook (sic) Niki (sic) o Abidas (sic).
Argüirían algunos que se trata
de simple pragmatismo, de lógicas de mercado en las que
el producto y la identidad nacionales sucumben ante emblemas foráneos:
Es más cómodo llevar zapatillas deportivas con suela
de goma a los sembradíos campiranos y hay mayor viabilidad
comercial al estampar las figuras de Kurt Cobain, Kirk Hammet
o el muy sobreestimado y sobreexplotado Jim Morrison en negruzcas
camisetas, que lucir las vetas naturales procedentes de lana de
ovejo pendiendo de los hombros.
Lo he examinado, despojándome de
todo lastre racional. Y sí. Puede que la explicación
tenga sentido. Todo tiene una razón de ser, pero no una
justificación. El caso es que la manía por lo extranjero
impera.
Los urbanizadores bogotanos, a su manera,
lo saben. No porque hayan caído en la manía de imitar
el hispánico argot al bautizar a los conjuntos residenciales,
conglomerados multifamiliares, unidades cerradas y complejos de
vivienda con ibéricos nombres como: Calatrava, Pontevedra,
La Castellana o Villas de Granada. Tampoco porque hoy, entre los
sectores más tradicionales de nuestra capital ciudad se
encuentren Niza, Venecia, Lisboa o Ciudad Berna, para no citar
el lisonjero caso de Kennedy, anecdótico por demás.
Las cigarrerías y charcuterías
de barrio lo hacen por costumbre: Navarra, Albacete, Arbolete,
La Coruña, Castilla, Granada y demás. En fin...
Puede que sí suene mejor hablar
de Normandía que de Bochica Etapa III, o de Nicolás
de Federmán que de Bachué. Algo muy entendible,
dada la extraña molestia que, por alguna razón,
la sonoridad de la ‘ch’ ocasiona en los oídos
exquisitos.
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La
incoherencia trasciende la simple alusión a espacios foráneos.
¿Se han dado cuenta ustedes de la gran cantidad de propiedades
horizontales carentes de balcón o chambrana alguna luciendo
letras bronces en su entrada con el título “Balcones
de Rosales? ¿Han visto la pululación en cadena de
edificios sin mayor vista que la de otros edificios y sin contorno
acuático alguno, aparte de un sediento lago, pero llamados
con majestuosidad “El mirador del Puerto”? Y así
podría extenderme citando los inexplicables nombres dados
por los constructores a sus obras, muchos de ellos sin soporte ideológico
alguno.
Pero no me detendré
en honduras toponímicas. Hablaré, en lugar de ello
acerca de la aún menos comprensible escuela aun existente
en la industria del turismo, según cuyos preceptos los hospedajes
capitalinos pueden ser, tal vez, más atractivos si llevan
consigo un nombre en nada relacionado con Colombia y en donde el
mayor gancho de cuantos pueden ofrecer es el aislar al lugar mismo
del país en donde se supone el establecimiento hotelero está
ubicado.
Ya
lo había vivido alguna vez en propia alma cuando, alojado
en el Hotel Decamerón de San Andrés con motivo de
una bastante aburrida excursión de undécimo grado,
viví la discriminación procedente de los camareros,
botones, recepcionistas y meseros del hotel. Todos estos se mostraban
más interesados en atender a las hordas de alemanes, ingleses
y franceses -tal como su aspecto y modales los delataban- empleados
de bajo nivel venidos a menos en sus países de origen y premiados
por sus patrones con viaje a la “selva suramericana”,
quienes depositaban generosas sumas de dólares en las cuencas
de sus manos.
Hoy, tan solo dando una mirada a las páginas verdes de la
guía telefónica bogotana he visto, y no miento, casi
un centenar de hostales, moteles, hospedajes y hoteles cuyos nombres
son (textualmente hablando) así: Posada Atlanta, Hotel Niágara,
Hotel American Dream (por encontrarse en las cercanías de
la embajada de los Estados Unidos), Hotel Acapulco (Más suramericano
pero no por ello menos absurdo).
Hay también un Hotel
Aragón, un Hotel Baviera, un Hotel Buenos Aires, un Hotel
Normandía, un Hotel Paris, un Hotel Zaragoza, y hasta un
Morrison Hotel (tal vez el único capaz de competir en guayigolada
y precariedad nominal a su similar Hotel California, al que alguna
vez contemplé ¡lo juro!, aunque por desgracia no recuerdo
dónde), caso semejante al del hoy desaparecido pero alguna
vez existente (¡lo juro de nuevo) Colegio Arnold Schwarzenegger.
De nuevo puede aparecer
la justificación: Tales hoteles son, al menos en su mayoría,
lugares de tránsito para una población residente en
el país ávida de imaginarse, al menos durante un segundo,
en California, las Cataratas del Niagara, Paris o Londres.
Sigo creyendo, sin embargo,
que tal tendencia es claro cuadro sintomático de una condición
preocupante y al parecer en aumento: Aún el colombiano vergonzante
encuentra cierta predilección arraigada como hiedra a sus
neuronas, muy difícil de desterrar. Alguna vez, en una investigación
sobre la prensa bogotana en el siglo XIX me encontré con
el texto que a continuación cito conservando la ortografía
de entonces:
“...¿quién
de nosotros, qué granadino podrá competir en nada
con gentes que vienen del otro lado del mar? Ese es nuestro jenio,
ese nuestro carácter.
Sacad una casaca del almacén de Agustin Rodríguez
e hijo, ponedla en prensa todo el sábado en la noche para
que se crea que la casaca ha viajado, i salid el domingo, diciendo
a todo el mundo, esta casaca me la han traído de Paris.
No encontrareis una sola persona que no os diga: ¿cuándo
los Rodríguez podrán hacer una casaca como esa? ¡que
corte tan elegante!... Decidle a Vega que os haga dos pares de botas
perfectamente iguales: charol. tafilete, cordoncillos de oro; i
al un par ponedle: "José Vega, zapatero, Bogotá,"
i en el otro par estampad un gracioso sello que diga. "Malpel,
bottier à Paris;" veréis como todo el mundo reconoce
que es inconmensurable la superioridad de las botas de Malpel, i
que, en comparación de este, Vega es un torpísimo
aprendiz”.(1)
Las cosas no parecen cambiar.
*Andrés
Ospina es codirector y cofundador de La Silla Eléctrica.
La cerveza, The Beatles, Bogotá y el Quindío se encuentran
entre sus mayores intereses.
El
Orden, 12 de Diciembre de 1852.
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