“Señoras y señores,
bienvenidos al party,
agarren a su pareja y preparesen (sic)
porque lo que viene no está fácil”
Ivy Queen
Por
manido y anacrónico que suene, no sobra poner de manifiesto
el porqué de un subjetivo, aunque tal vez justificado aborrecimiento
al ritmo y su moda.
Empiezo por decir que desconozco la correcta ortografía
del término. No sé si deba escribirse reggaetón
–que sería la forma anglosajona de la palabra–
o reguetón – algo así como su derivación
hispanohablante–. Y dudo que algún lingüista
se haya pronunciado hasta ahora a tal respecto.
Optaré entonces por la segunda,
en esencia porque se me antoja tan burda como “croasán”
o “eslogan” y porque si hay algo a lo que en el cosmos
entero deba motejarse de burdo y ordinario eso es el “reguetón”.
A veces resulta imposible el evitar disentir de la Real Academia
Española, con el perdón de sus eméritos miembros.
Lo oí por primera vez en un hacinado
autobús de servicio público, que a mi juicio es
el espacio de aprendizaje etnomusicológico popular por
excelencia en nuestro país. Bien lo decían Los
Amerindios en ese viejo clásico del folclor andino:
Si quieres conocer al pueblo colombiano, ¡Súbete
en un bus, de servicio urbano!
No en vano la abrumadora mayoría
de colombianos se ve avocada a hacer uso de éstos sin importar
cuan incómodo e inhumano pueda lo anterior resultar para
el atribulado ciudadano o hasta qué grado su olfato o tímpanos
sean violentados por los pestilentes aromas circundantes o los
no menos repulsivos caprichos discográficos del señor
conductor.
Bien recuerdo esa nada memorable oportunidad
cuando mis órganos de sensación auditiva fueron
embestidos sin miramiento alguno por vez primera gracias a los
compases iniciales de una insoportable canción cuyos versos
iniciales rezaban: “Yo quiero bailar, tú quieres
sudar y pegarte a mí, el cuerpo rozar. Y yo te digo sí,
tú me puedes provocar, eso no quiere decir que pa’
la cama voy.”, aclarando de paso que el anterior convenio
no implicaría compromisos de ayuntamiento sexual ulterior
por parte de la intérprete y su eventual compañero
de baile.
Dos jovenzuelas que no pasarían
de los 17 y ubicadas justo en la silla tras la mía seguían
la melodía con el clásico seseo tipo tweeter
que caracteriza a las improvisadas cantantes pasajeras de buseta,
mientras los mozuelos que las acompañaban, quienes para
entonces –en gesto caballeril– ya habían cedido
sus puestos, marcaban altivos el compás chocando sus anillos
contra las barras metálicas del vehículo.
Poco duraría mi cándida
idea de que el mencionado ritmo era tan solo apetecido por los
oídos de cuatreros y proletarios no culpables de nada distinto
a la ramplonería inherente a nuestra colombiana condición,
presente al menos en grado mínimo en cada uno de nosotros.
Pasaron pocas semanas hasta poder comprobar,
mientras experimentaba una indecible mezcla de decepción,
mofa y dolor, que un vasto número de representantes del
estudiantado de las más reputadas entidades de educación
superior bogotanas se extasiaban en igual o mayor forma ante esta
aberración musical y que la danzaban sin pudor o recato
alguno mientras la condensación de sus transpiraciones
mezcladas se concentraba en el techo, produciendo densas gotas
de solución salina. Fue en uno de esos centros de beodez
y vallenato romántico ubicados en las inmediaciones de
las universidades cuyos nombres suelen ser del tenor: La Rectoría,
El Decano o La Secretaría.
Vi entonces a sus amorfos cuerpos contorsionarse
en orgiástico y guayigol ceremonial arrítmico mientras
coreaban las eméticas frases: “Voy a besuquiarte
(sic) toda” “Que mi único pecado fue amarte
y ser dueño de todas tus partes” y la mejor de todas,
la amenazante “Dime si algún hombre te incomoda pa'
reventarlo y que sepa que no estás sola”, todas ellas
haciendo gala del más acendrado de los regustos letrísticos,
a la manera de Dylan, León Gieco o Leonard Cohen.
Pues bien, debo decir con el más
hondo de los respetos que, pese a las muchas contribuciones culturales
y musicales de Puerto Rico a la sabiduría y disfrute del
mundo (Menudo, El Gran Combo o Robby Draco Rosa,
entre muchos otros) algunos de sus connacionales han sido también
fautores de las peores monstruosidades idiomáticas, mediáticas
y sonoras.
Me refiero por ejemplo a los inmigrantes
de Miami quienes junto a la cubana Cristina Saralegui solían
responder a preguntas insolentes como ¿Qué tú
sentías en ese momento cuando tu padre te estaba violando?
o al género musical objeto del presente texto.
¿Qué podrán estar
pensando, en donde quiera que estén Peter Tosh, Jimmy Cliff
o el mismísimo Bob Marley, al ver que, por cuenta de unos
impertinentes poderosos de la industria musical, existe un ritmo
que apelando al antiguo y sacro reggae al que ellos hicieron grande
ahora dice ser su heredero directo?
Me duele hasta la médula el simple
hecho de atravesar las calles que circundan al horrendo Centro
Comercial Atlantis Plaza y comprobar que pese al seductor y halagüeño
precio de la cerveza, en lo que a la oferta musical impartida
por las fritanguerías y establecimientos doblados de bares
se refiere, dividen honores igualitarios los desaguisados vallenatos
románticos, la “salsa cama” y el reguetón.
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No
se trata de moralismos decimonónicos ni de nada que se les
parezca, sino de un mínimo sentido estético en cuanto
a lo que las líricas representan. No tengo nada en contra
de las danzas eróticas y, por demás, gusto del blues
y de otros ritmos en modo alguno eclesiásticos.
Es decir, si de insinuaciones
eróticas se trata, sería mejor oír a AC/DC
pronunciar un sugestivo "You shook me all night long"
que a Lennox & Zion declarar su deseo de: ¡Azotarte! ¡Perriarte!
y ¡Conectarte! Y con esto digo, y lo confieso, tal vez el
reguetón sería más soportable si no estuviese
acompañado por letra alguna.
Hablaba hoy con dos amigas,
ambas menores de 15, en busca de alguna luz libertaria que me llevase
a comprender el por qué de la inmensa acogida del reguetón
en nuestra comunidad adolescente. Sé bien que no hay nada
de nuevo en este tipo de fenómenos. De hecho, está
claro que no es esta la primera vez en donde algo así tiene
lugar. Desde que memoria tengo ha acontecido toda suerte de exabruptos
sonoros.
Volvamos por un instante
a aquellos tiempos en los que dábamos inútiles e infinitas
vueltas al dial de nuestros radios con la débil esperanza
de encontrar algo distinto que oír a la “Mamita rica
y apretadita” o al General y su Meneito, cuando los fondos
de empleados de empresas venidas a menos pagaban a sus miembros
cursos intensivos para aprender a bailar “Sexo, Ibiza, Locomía”
y Rumba, Samba, Mambo o cuando Big Boy nos contaba de su
Chica de la voz sensual para luego plañir sin consuelo
diciendo: “Yo quiero volver a quererte volver a tenerte cerca
de mí, mis ojos lloran por ti, girl”.
El caso es que ambas estuvieron
de acuerdo al afirmar que, según su entender, el reguetón
obedece a su posible cualidad de válvula de escape para un
instinto no satisfecho, y me refiero por supuesto a la consumación
coital. Algo parecido había ocurrido con las picantes líricas
del “Cachete con cachete, pechito con pechito”, hace
alrededor de 10 años o con el “Me muero de las ganas”
de Los Tupamaros, un noble, aunque ordinario intento por
establecer una campaña de salubridad sexual.
Y sí... puede tener
algo de sentido. Perdóneseme si soy en extremo proextranjero
o anglófilo, pero hay serias diferencias entre cantar como
lo hacía Jimmy Hendrix a su Foxy Ladie: “You
know you’re a cute little heartbreaker” y soportar a
Héctor y Tito gimoteando: “Gata salvaje, aquiétate.
Gato salvaje aquiétate tú. Ya te quiero ver sudar
y que me aruñes más. Yo soy tu gato, tú mi
gata, bailemos toa (sic) la noche” ¿Qué grotesca
imaginación puede ser capaz de fraguar tamaño despropósito
musical?
¿Por qué demonios
será que la inmensa mayoría de latinos residentes
en los Estados Unidos de América han hecho del reguetón
o Telemundo Internacional la carta de presentación del mundo
suramericano en el país de Bush? ¿Será acaso
una venganza en respuesta a las impertinencias cometidas por parte
del primer mandatario norteamericano para con el tercer mundo?
De hecho no hay estaciones
de radio ni canales de televisión de peor calidad que aquellos
manejados por latinos en Estados Unidos. Pero las cosas no andan
mejor. Con ruines finalidades mercantilistas estaciones como La
Mega y espacios televisivos como Play TV han inoculado el reguetón
como si este fuese la necesaria banda sonora para la actual generación
adolescencial.
Hoy veo con dolor y repugnancia
a las parejas ejecutoras del astroso ritmo contorsionándose
cual sierpes furiosas mientras ejecutan pasos insinuantes cuyos
nombres se hayan, desde luego, a la altura de la música misma.
Pero... ¿Qué se puede esperar de las acrobacias inspiradas
en líricas como: Esa jevita está enterita, tiene tremendo
culo, está tan linda, está tan rica y tiene tremendo
culo”? Me quedo con los días de KC and The Sunshine
Band y: Shake your Booty.
¿Y qué decir
de los danzarines cuando, presas del éxtasis motor exhalan
ciertos hálitos guturales mientras exclaman en onomatopéyico
gesto sonidos incomprensibles y desenfrenados como “Ra, ra,
ra, ra, sa, sa, sa”, cada sílaba con un intervalo propicio
de uno o dos segundos?
Uno de los supradichos pasos,
“El Sándwich”, no es otra cosa que un remedo
de emparedado en donde dos homínidos del mismo sexo aprietan
con celo febril entre sus cuerpos a un tercer representante del
opuesto, quien a su vez, de ser macho, comienza a exhibir su tolete
viril oculto bajo el pantalón en gesto desafiante, y -de
ser hembra- humedece las prendas de sus compañeros de faena
con profusas sudoraciones. Otra es “El paso de la camita”
simulacro profano de los embates subyacentes a la cópula.
No me anticiparé
a decretar la muerte necesaria del reguetón por temor a ser
una más entre las víctimas de maldiciones del tipo:
Trágate tus palabras porque después de dos años
sigue vivo. Pero, con quimérica aflicción, espero
en bien de la humanidad azotada por las disonantes notas y las vulgares
letras procedentes de las cantinas, tascas, discotecas, whiskerías,
tabernas, bares, casas de lenocinio, latrocinio y demás,
que sus días estén contados.
*Andrés
Ospina es codirector y cofundador de La Silla Eléctrica.
La cerveza, The Beatles, el Quindío y Bogotá se encuentran
entre sus mayores intereses.
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