1954-1970
Es
a partir de la segunda mitad del siglo XX cuando el concepto de
juventud comienza a preocupar a los poderosos de la industria
y el comercio, en particular dentro del contexto norteamericano.
Hasta entonces, niños y niñas pasaban a convertirse
en hombres y mujeres, de la noche a la mañana, sin lapso
transicional de ninguna especie y sin mayores consideraciones
intermedias ni miramientos de índole alguna.
En Estados Unidos, la posguerra y las
condiciones económicas subyacentes traen consigo la necesidad
de generar nuevos espacios de mercado. La televisión prorrumpía
como nuevo medio por excelencia a la vez que revolucionarios patrones
de conducta y consumo se inoculaban en nuevos grupos objetivo.
Los adolescentes, terreno hasta entonces inexplorado, se convertirían
en adelante en una obsesión para la industria cultural.
La radio, en procura de mantener una necesaria vigencia y un nivel
de competitividad aceptable ante medios más novedosos,
haría lo propio con el objeto de capturar a este “nuevo
público”. El rock’n’roll, con Elvis Presley
como uno de sus más granados representantes, sería
una demostración de cómo, lo que de entrada podía
surgir como un grito de rebeldía contra la sociedad adulta,
tendía a transformarse con el tiempo en el más dócil
y rentable hijo del sistema. Cantantes como Frankie Avalon, Fabian
o Neil Sedaka y, un poco más adelante The Monkees y The
Archies, son prueba viva de tal aseveración.
El papel de la radio en esa masificación
del innovador movimiento musical quedó manifiesta gracias
a la labor de personajes como Alan Freed, famoso lanzadiscos de
los cincuenta, quien desde los micrófonos de radioestaciones
como WINS consiguió aglutinar a numerosos grupos de adolescentes
en diversos ceremoniales rítmicos. La mayoría de
éstos culminaba en desordenadas jacarandas y actos vandálicos
sin precedentes, algo que, como es de suponer, suscitaría
gran zozobra dentro del gremio de padres de familia, maestros,
miembros de la fuerza pública y el gobierno. Freed sería
por cierto, protagonista del primer gran escándalo de corrupción
radial en el que la llamada “música joven”
se vería envuelta. Era la renombrada Payola, cuando se
le acusaría de dar rotación privilegiada a ciertos
temas a cambio de remuneraciones adicionales de las casas disqueras,
con lo que quedaba claro el inmenso poder de manipulación
de las predilecciones populares que desde la radio podía
ejercerse.
Las clases altas colombianas vivirían
su propio remedo de rebelión. Hacia 1954 se lanzaba el
que con los años llegaría a ser recordado como uno
de los primeros éxitos de Rock’n’Roll. Rock
around the clock, de Bill Halley and The Comets, y que sería
gracias a los buenos oficios de Carlos Pinzón, famoso hombre
de radio, a través del programa de radio Monitor, transmitido
por la emisora Nuevo Mundo de Caracol. Días después,
la película "Al compás del rejoj" se estrenaría
en el teatro El Cid de Bogotá, inaugurando de paso las
en adelante infaltables hordas de energúmenos destructores
de butacas y demás indumentos cineastas, a la fecha aún
activos.
Otro pionero fue Jimmy Raisbeck, decano
de los Disk Jockeys en Colombia, quien a principios de los sesenta
lanzaba discos de rock’n’roll a través de un
programa nocturno en Radio Continental, programa en el que curiosamente
colaboraba como operador de audio el mismísimo Alfonso
Lizarazo, a la sazón un mozalbete oriundo de Santander.
De esta manera y pese a la fragilidad
de la infraestructura generada en torno a la comercialización
y divulgación del rock’n’roll en la Colombia
de los sesenta, surgen valientes intentos por producir una radio
en donde la juventud tuviese cabida. Es éste, por ejemplo,
el caso de Radio 15 de Caracol, emisora ubicada entonces en los
1310 Khz del AM. El concepto, tal como su nombre lo indica, era
el de reunir a los llamados “teenagers” en torno a
un receptor de radio -de ahí el número 15, en una
estación radial joven, al parecer, la primera de su especie
en el país.
El proyecto, lejos de haber sido montado
tras complejos estudios de mercadeo o análisis de sintonía
obedeció a la intuición y el olfato comercial de
sus gestores, Alfonso Lizarazo. Diego Fernando Londoño
y el músico y locutor Edgar Restrepo Caro entre ellos.
Luego vendría El Club del Clan, (reconstrucción
idéntica de un programa argentino del mismo nombre), un
espectáculo radial transmitido por Radio 15 y más
tarde por el entonces único canal de televisión
Tele-Bogotá, denominado por algunos con algo de sorna “Teletigre”.
Es curioso el carácter multimediático que alcanzaría
la radio en ese entonces. Radio 15, por ejemplo, fue –sin
exagerar- discoteca, radioestación y a la vez sello disquero.
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Así,
contrario a lo que con frecuencia y categórica ignorancia
suele afirmarse, la historia del rock y la radio joven colombiana
no es tan joven como parece –al menos cronológicamente
hablando-. Después de todo ya han pasado cerca de cuarenta
años desde la aparición de los primeros atisbos discográficos
nacionales en ese sentido, y casi cincuenta desde sus primeras incursiones
en las ondas hertzianas.
La paradoja está
en que la única constante de dicha historia es su intermitencia
y su amnesia recurrentes, haciéndola, por tanto, una crónica
de hechos aislados y poco conocidos. Jóvenes, rock, inconformismo,
escándalo y drogas son conceptos que, por causa de la desinformación
frecuente y a veces deliberada de sus detractores, suelen combinarse
en una orgiástica, inexistente e indiscriminada mezcla. Porque
además de los jóvenes de clase media alta residentes
en sectores como Sears, La Soledad o Palermo, estaban los inmigrantes
campesinos engrosando involuntaria y forzosamente las filas de la
pobreza bogotana y ubicándose en Las Cruces, San Cristóbal,
Engativá, Las Ferias o La Estrada.
El
rock ‘n roll’ nos vendría entonces –por
rebote- de los territorios gaucho y azteca. Mucho se les debe a
bandas como Los Daro Boys o los Daro Jets, por allá en 1963,
ambas pioneras del Twist en Colombia. Tras ellos llegarían
Los Danger Twist, Los Speakers, Los Flippers, Los Streaks, Los Wallflower
Complextion, Los Yetis, Los Young Beats, Los Ampex y los Beatnicks,
entre otros. Curioso es que la abrumadora mayoría de estos
conjuntos apelara a la lengua inglesa a la hora de buscarse un nombre.
Al comenzar dedicados al
surfing y el go-go, algunos incursionarían después
con fortuna en la psicodelia, y más adelante en el campo
progresivo. Otro tanto se diluiría en el tiempo. El otro
restante cambiaría las guitarras eléctricas por los
ritmos tropicales: el caso, por ejemplo de Gustavo Quintero y Los
Graduados, agrupación cuya indumentaria a las claras imitaba
la de las bandas beat de moda pero cuya música estaba más
cerca de la parranda tropical que del sonido del Mersey. A contrapelo
estaban los artistas llamados suaves, hoy injustos adalides de la
cultura de los sesenta, Oscar Golden, Vicky, Lyda Zamora y otros.
Mientras en los barrios
populares se formaban pandillas de sonoros nombres como Los Villanos,
Los Yanquis o Los Golden Eagles, los adolescentes de clase alta
derrochaban el combustible de sus vehículos último
modelo en las famosas carreras go-go, en las inmediaciones de la
entonces despoblada calle 116.
De nuevo la violencia hacía
su aparición. A la salida de un festival organizado por Radio
15 “un grupo de cerca de cien jóvenes se tomó
las calles del centro de Bogotá, asaltó un camión
de gaseosa, rompió vidrios de los buses, volcó recipientes
de basura y corrió de calle en calle mientras la policía
lo perseguía”
Sorprende el sospechosamente
amplio interés de las disqueras en prensar los trabajos de
las nuevas bandas criollas. Viene el hippismo, los movimientos estudiantiles,
lugares memorables como La Bomba, El Diábolo o La Píldora,
las comunas de La Miel, los almacenes de la calle 60 en Bogotá,
el nadaísmo, giras musicales patrocinadas por la empresa
privada como el Milo a Go-go, el festival de Ancón en Antioquia,
conciertos en Silvia (Cauca), algo así como unos Woodstocks
o Monterrey Pop Festivals a lo criollo. Ninguno de estos acontecimientos
tuvo, como se verá, solución de continuidad alguna.
Prueba de ello es que en la década siguiente la producción
discográfica disminuiría en forma notable hasta llegar
a un virtual letargo por inanición, que se prolongaría
hasta finales de los ochenta. Los pocos sencillos, ep’s y
larga duraciones sobrevivientes de este período son hoy piezas
incunables, fuera del alcance del público común.
De entonces nos quedan uno
que otro disco qué recordar, conciertos masivos y la memoria
falaz de quienes afirman haber vivido tal época a plenitud,
al mismo tiempo que incurren en toda suerte de imperdonables despropósitos
y errores al respecto. Muchos de ellos son nostálgicos desinformados,
otros ejecutivos exitosos y arrepentidos, otros, deambulantes consumidos
por la droga o el alcohol, y los más afortunados, defensores
a ultranza de la llamada “década prodigiosa”.
Algunos de los mejores talentos emigraron en busca de más
fértiles espacios para el desarrollo de su arte. Otros dedicaron
sus vidas al servicio de la música publicitaria, música
que por supuesto da fe de su indudable talento. Otros han muerto
o han desaparecido en el camino. Poco o nada saben los jóvenes
de hoy acerca de estos pioneros del rock nacional, un desconocimiento
que pone en evidencia uno de nuestros más grandes vacíos
en cuanto a cultura contemporánea se refiere y la amnesia
colectiva que nos aflige desde siempre.
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*Andrés
Ospina es codirector y cofundador de La Silla Eléctrica.
La cerveza, The Beatles, la radio y Bogotá se encuentran
entre sus mayores intereses.
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